Relatos cortos, criticas y algunas cosas más.

viernes, 17 de septiembre de 2010

7- (Robert) LA RARITA NO ERA TAN RARITA

                Iba camino de la cafetería cuando oí unas risitas junto a la ventana.
- Mirad a la tuppergirl, los frikis y sus comiditas – dijo una chica morena con el pelo liso que se sentaba al final de la clase. – Estoy convencida de que su mami le prepara el almuerzo para ahorrarse unos pavos que luego se fuma.
                Me asomé por donde ellas se habían asomado, la rarita y su novio estaban comiendo en la entrada. Era tan tierno verlo a él partiendo el bocadillo en dos, como empezasen a hacerse arrumacos, de seguro vomitaba. A lo mejor estaba un poco celoso, creo que nunca he tenido una relación con nadie que me llenase, solo Rosita, que era mi única familia. Mis hermanos mayores, Dana y Jared, nunca habían vivido en casa con nosotros.
                Mi padre nunca tenía tiempo para mí, con sus empresas y sus negocios, lo único que nos unía era lo que no deseaba. Se acordaba de mí únicamente cuando tenía que reclamarme o castigarme por algo. MALDITO JASON WAYNE. Di un puñetazo a la pared y me dolió hasta el alma, no era como el saco de arena. Me reí al ver que los nudillos se me habían repelado, fui a la fuente refrigerada a refrescarme un poco.

                Sonó el timbre, creo que unos cuantos decibelios más alto que en cualquier otro sitio. ¿Eran todos sordos en este lugar? Miré hacia arriba y comprobé que allí estaba el amplificador del insoportable ruido. No vi lo que sucedió, tan solo sentí un fuerte golpe en la nariz, me toqué y vi la sangre, aunque ya conocía su sabor. Vi en el suelo las manchas que estaba dejando, y la vi a ella, sentada, los ojos llorosos y con sangre en la cara.
- Hostia. ¿Por qué no miras por dónde vas, niña?
                No quise que se diera cuenta de que me estaba mareando, me eché en la pared y traté de cortar la hemorragia.
- Vale, lo siento, pero se ve que tú tampoco ibas muy atento.
                Estaba en lo cierto, no tenía humor para rebatirle sus palabras. Le di la mano porque ya había hecho un par de intentos y no atinaba a levantarse. A cambio, me dio un pañuelo desechable.
- Me parece que será mejor que vayamos a la enfermería, allí nos darán un justificante para la clase de Biología
                Caminar al lado de la rarita me pareció distinto a cuanto me había imaginado. No era tan menuda como parecía y tenía un ritmo al caminar muy cómodo de seguir. Me había dado un buen golpe, era dura como una piedra. En la enfermería, me senté en una incómoda silla con una bolsa de hielo sobre la nariz; ella estaba a un paso de mí, con los ojos cerrados, parecía una muñequita.
- Apuesto a que es la primera vez que visitas la enfermería – no hacía falta ser muy inteligente para ver que estaba un poco asustada.
- Procuro andarme con ojo… excepto hoy, claro está.
                Sonreí, me hacía gracia su comentario, y verla allí tocándose la ceja y haciendo muecas de dolor, pero seguía haciéndolo una y otra vez. Me dio ganas de darle en la mano como a los niños que tocan donde no deben.
- Oh Dios, Patrick tiene que estar de los nervios al ver que no he aparecido por allí – musitó como si rezara, pero debía estar hablando de su novio.
- Patrick es ese tío que va contigo. ¿No? ¿Es tu novio?
- No. Solo somos buenos amigos – pues parecían algo más.
- ¿Y tú te llamas…?
- Mariam Clark.
- Mariam – pensé, no había conocido antes a ninguna chica con semejante nombre.
- De la gente que conozco, más de la mitad me ha preguntado alguna vez por Robín Hood.
- Ah, pues no había caído. Yo me llamo Rob… Robín – curioso, Robin y Mariam, un juego del destino.
                Le tendí la mano para estrechar la suya, suave, como si estuviese cubierta de talco, pero estaba temblando.
- Robín y Mariam, parece que estuviésemos predestinados.
                Pensé en voz alta y no me di cuenta de ello hasta que la oí reír, una faceta que aún no conocía en ella. Entró la enfermera y le solté la mano a Mariam para que ésta pudiese pasar por el estrecho pasillo entre los dos y llegase hasta la mesa.
                Con el salvoconducto en el bolsillo, nos dirigimos a clase. Me miraba de soslayo, y yo a ella también, puede que su ropa no fuera tan usada, y no olía para nada a rancio, sí a lavanda, pero era algo tenue, pasaba casi desapercibido. Había que estar más cerca para apreciarlo plenamente. Miraba el tatuaje del escorpión, de pronto me sentí imbécil por haberla tratado tan duramente, era una tía agradable. Le cedí el paso, un gesto raro en mí, y entramos en clase. La carita del tal Patrick era de chiste, no sé si se alegraba de verla o no.
                No estaba dispuesta a comenzar una relación de amistad o lo que fuera con nadie. Así que en cuanto sonó el timbre me largué de allí. Antes de ahora ya había tenido amigos y amigas, que perdí entre cambios de centro, y luego estaban los dos tres colegas de siempre con los que papá no quería verme. De modo que me limitaba a reunirme con ellos a instancias de él. Finalmente le dediqué a la rarita alguna sonrisa cada vez que la pillaba mirando. Estaba viendo que se iba a colgar de mí, y ni era el tipo de chica que me atraía, ni el tipo de amistad que debía frecuentar. Francamente… no le haría bien.
                Desaparecí de allí rapidito y fui al encuentro de mis colegas, que estaban en los billares. Dejé la moto en el exterior, junto a las demás y en el lóbrego antro. Tampoco a mí me hacía bien frecuentar ese sitio, pero en parte lo hacía para fastidiar a mi padre, aunque él no se enterase de lo que andaba haciendo.
- Wayne, juega una partida conmigo – dijo Paul, que se paró a mirarme al pasar delante de mí – hostias tío, ¿quién te ha hecho eso en las napias?
                Me toqué y me dolía a horrores, sonreí al recordar a Mariam haciendo lo mismo. Me callé al respecto sobre el origen de mi nariz hinchada, pues si les decía la verdad, estarían riéndose de mí para los restos.
- Diferencia de opinión, tío.
                Alex y Paul se podían considerar unos colegas de verdad, les conocía desde hace bastante tiempo, cuando coincidimos en un internado. Sus familias también eran gente de mi entorno, pero ellos, como yo, parecíamos no estar hechos del mismo material que el resto de los de nuestra clase.
                Estuve allí por espacio de una hora, pero no bebí alcohol, aunque me apeteció beberme una cerveza. Nadie iría allí a detenerme por beber alcohol siendo menor de edad. Paul y Alex pasaban de los veintiuno. Subí a la moto y llegué a casa antes de lo que esperaba, papá solía llegar más tarde, a la hora de cenar, de modo que hoy cenaría temprano y me iría a la cama. Para él no era obligatorio que cenásemos los tres juntos, papá, Susam y yo. Susam, parecía que ni existía, era muy atractiva pero casi ni se sentía su presencia, era una de sus numerosas adquisiciones.

6- (Robert) Cómo conocí a Mariam

                Di vueltas en la cama hasta que sonó el despertador, para mí era un lunes negro. Me horrorizaba la idea de un instituto nuevo, pero mi padre lo había elegido expresamente para mí, decía que me fortalecería y también ahorraría una pasta, después de tantos internados.
                Apagué el despertador de un manotazo y tuve que ser rápido en atraparlo al vuelo para que no se estrellase contra el suelo. Ya llevaba ¿cuántos? No sé cuantos trastos de estos rotos. Al llegar a la cocina me miré en el espejo de detrás de una puerta. Siempre visto de negro o al menos de oscuro, y aquel día estaba satisfecho con mi aspecto.
                El jabón de que Rosita había fabricado para mí olía que embriagaba, lo usaba porque ella me lo había regalado. El desayuno estaba sobre la mesa pero no tenía apetito, además me había lavado ya los dientes y me daba pereza hacerlo de nuevo.
- Roberto, ¿no comes?
- Guárdamelo para esta noche, ya sabes que me lo comeré.
- Tu padre no quiere que cojas el coche para ir a clase.
- Lo sé, Rosita. No pensaba hacerlo. – La besé en su huesuda mejilla y salí de allí. Rosita llevaba con nosotros muchos años, y para mí era el miembro más importante de mi familia, era mi padre, mi madre y mi abuela.

                Aparqué la moto delante del edificio y le eché un rápido vistazo, estaba seguro de que no iba a ser el lugar definitivo, no podría encajar allí ni a golpes. Tampoco me importaba demasiado, no tendría siquiera ni que componérmelas para atraer la atención; me parecía haber visto a un conocido de un conocido que se encargaría de difundir mi historial por todo el instituto.
                Me presenté ante el director, que me recibió enseguida en su despacho.
- Robert Wayne… – dijo leyendo algo en mi expediente, con las gafas de lectura en la punta de la nariz. – Mm, aquí no nos importa quién sea tu padre, ni qué hayas hecho antes de entrar aquí. En Saint Francis pensamos que lo importante es ofrecer una educación de calidad, y valoramos a nuestros alumnos en función de todo lo que hacen de muros para adentro.
                Hizo una pausa y esperé ansioso por ver cómo terminaba el discurso. Aún faltaba la advertencia, todos los discursos llegaban a ser idénticos llegados a este punto.
- Eres bienvenido, no olvides… – se detuvo y yo me dije YA ESTÁ, AHORA VIENE. – No olvides pasar por secretaría a recoger toda la documentación.
- Gracias, señor.
                Salí del despacho, alucinado, era un cambio importante después de todo. Sonreí, tal vez podría darle una oportunidad a este sitio. La primera de todas las asignaturas era Lengua. Llegué al aula enseguida y me asomé por el ventanuco de la puerta… parecían corderitos, de lo sosegados que estaban.
                Fui al profesor y le di el pase para que me lo firmara. Volví a echar un vistazo, se veía que era gente corriente, algún que otro guaperas y alguna tigresa con su séquito. Me senté en un sitio libre y examiné otra vez a la gente, las chicas me miraban con apetito, y algunos chicos con resentimiento. Pero había una que me miraba con curiosidad como si quisiera memorizar mi cara. Llevaba el pelo a la altura de los hombros, de un color castaño vulgar, no parecía teñida, ALGO BASTANTE ANOMALO EN ESTOS TIEMPOS QUE CORREN. Tampoco iba maquillada y en comparación con las otras, tenía pinta de pardilla, la mojigata.
- Qué miras – le espeté con desagrado, la muy tonta se había quedado embobada. Dios me aguardara de atraer a los bichos raros o a los imbéciles. Ella volvió la cara bruscamente y yo sonreí, en toda la hora no volvió a despegar la nariz del libro.

                Una vez pasada la prueba de la primera clase, el resto de la jornada fue una repetición de las mismas caras, y solo cambiaron los profes. Me sorprendió que para ser un instituto público, fuesen más avanzados en materias que los centros privados de donde procedía. La chica rara no me miró más, desde luego, cuando me lo propongo puedo ser bastante desagradable.
                Al llegar a la clase de matemáticas avanzadas, encontré solo algunas caras conocidas, entre ellas, la rarita. Sin su novio. La profesora aún no había aparecido, pero al entrar yo, todo el mundo se quedó en silencio. Sin duda el bocazas de turno ya había hecho su trabajo. Ahora unos me temerían y otros se me pegarían como lapas, por mi fama de rebelde.
                Allí plantado tuve que elegir entre sentarme en la primera fila… o junto a la rarita, que olería a rancio. Ya de por sí, su ropa aparentaba, no “vintage” sino de tercera mano. Llegó la profesora, una monjita, la hermana Angela. Esto era una novedad para mí, pero ningún inconveniente. Ya cuando empezamos a tomar notas, mi codo y el de la rarita empezó a chocar entorpeciendo mi pulcra caligrafía, soy zurdo. Estaba a punto de decirle algo, cuando la sorprendí de nuevo embobada mirando mis tatuajes.
 - Señorita Clark, a la pizarra.
                La rarita dio un saltito como si le hubieran dado un calambrazo y caminó hasta la pizarra. Parecía que la iban a fusilar. De verdad que creí que rompería a llorar cuando miró la pizarra y descubrió la ecuación. Me tapé la boca para que la monja no me viese reír y es que no podía reprimirme, era superior a mis fuerzas.
                Comprobé que la tigresa y su séquito también se reían de la rarita, y sentí una punzada de rabia. No tenían derecho a reírse de una compañera, aunque yo estuviese haciendo lo mismo, pero por motivos distintos. Porque al volverse de cara a la pizarra, yo sabía que la iba a cagar, ya que no había prestado atención a la explicación. Y la profe no tenía aspecto de ser condescendiente. Allí pegadita empezó a escribir con la nariz pegada al encerado. Se giró y para mi sorpresa vi dos cosas: la primera, había resuelto correctamente la operación, y la segunda, contra todo pronóstico, no tenía la nariz manchada de tiza. Volvió para sentarse en su sitio, junto a mí.
- Casi la cagas – le azucé con sorna. Tan silenciosa tomó asiento a mi izquierda que no la oí ni respirar, ni siquiera el rasgueo del lápiz sobre el papel. Sonó el timbre y decidí salir de allí antes de que ella tuviese tiempo de mirarme o dirigirme la palabra. En la puerta la estaba esperando el larguirucho de su novio.

jueves, 16 de septiembre de 2010

5- (Mariam) EL ACCIDENTE

                Me despertó el molesto sonido del teléfono, miré el despertador y comprobé horrorizada que eran las once de la mañana. Me giré rápidamente y descolgué.
- ¿Dígame? – noté mi voz pastosa, los ojos secos y la garganta como papel de lija.
- ¿Señorita Mariam? – era una mujer la que hablaba, con un leve acento sureño. Pero no debía conocerme puesto que nunca nadie me había llamado jamás en la vida “señorita Mariam”.
- Bueno, solo Mariam – dije ya intrigada del todo. ¿Quién podría llamarme y hablarme como si yo fuese alguien importante?
- Le habla Rosita. Yo soy la… pensé que querría saber que Roberto ha tenido un accidente.
- ¿Roberto? – me quedé un poco abrumada, estaba segura de que aquella llamada no era para mí. Aún así me quedé a medio levantar, con una pierna entre las sabanas y la otra fuera.
- Roberto Wayne. Él me habló de usted. Anoche discutió con su papá y me temo que estaba furioso cuando salió de casa.
                El resto de la información la fui procesando conforme me vestía. Los tejanos negros, las deportivas y la camiseta azul de la tarde anterior. Me peiné rápidamente con una coleta mientras buscaba dinero suelto de mi caja de los secretos para tomar un taxi o lo que llegase antes. Lo primero que llegó fue el bus. Me senté junto a la puerta y me puse a analizar la información recibida. Discusión + Furia + Moto = Accidente. ¿Quién era Rosita? ¿Por qué me llamaba? Decía que era grave pero no peligraba su vida, pero no me había dicho nada más. Al menos podría haberme dicho a qué me enfrentaría al llegar.
                Entré corriendo en el hospital pero me obligué a calmarme para poder aparentar tranquilidad delante de la señora del mostrador de información.
- ¿Puedo ayudarte en algo, niña? – solo le faltaba estar mascando chicle y una lima de uñas para el estereotipo de oficinista de los 70/80.
- Buenos días – dije un tanto aturdida – ¿Me puede decir cuál es la habitación de Robert Wayne?
- ¿Robert Wayne?... mm – tecleó en el ordenador y luego hizo una mueca de contrariedad. – el señor Wayne ha restringido las visitas a su hijo, ya sabe, prensa y todo eso.
                Me quedé extrañada ante sus palabras, no las entendía. Suspiré nerviosa, jadeaba aún por la carrera y estaba segura de que mi rostro estaba rojo por el acaloramiento. Me senté cerca del mostrador y me recliné hacia atrás dejando caer la cabeza sobre la pared.
- Niña. ¿Estás bien? – la mujer había salido de detrás de la mesa y fue a sentarse a mi lado.
- Sí. Perdone, es que he venido corriendo. Dentro de un momento me encontraré mejor.
- Veamos… – me sonrió y volvió a su puesto, miró la pantalla del ordenador y me miró de arriba abajo. – No pareces de la prensa, y el señor Wayne es… un bastardo prepotente.
                Unos minutos más tarde subía corriendo las escaleras en vista de que los ascensores no querían ponerse de mi parte. Finalmente la señora de información me había proporcionado lo que necesitaba, después de dedicarme una sonrisa maternal y yo haberle agradecido con creces su buena voluntad. La había abrazado, algo extraño en mí. De modo que cuando llegué al quinto piso estaba desinflada de aire. Me paré en el último peldaño con un gran dolor en el lado izquierdo del vientre. Apenas podía respirar y sentía la cara tan acalorada que pensé que me iba a dar un patatús.
                Después de unos minutos, me decidí a seguir mis planes, me armé de valor y busqué la habitación.  Conforme me acercaba, más miedo me daba, al fin respiré hondo y llamé a la puerta. Nadie contestó, por mucho que me acerqué y pegué la oreja, no logré escuchar nada. Agarré el pomo y lo giré despacio, el silencio de la habitación solo estaba roto por el “Bip” que emitía una máquina.
                Cuando le vi allí tan indefenso, mi mundo se vino abajo. Me acerqué con cautela a la cama y comprobé que estaba dormido. Llevaba el hombro derecho vendado y la pierna derecha también la tenía firmemente vendada hasta la ingle. En la cara tenía señales de cortes y golpes. Me extrañó tantas heridas en el rostro habiendo llevado casco como era su costumbre. Me sorprendió que no hubiese ningún familiar, de haberme pasado a mí algo parecido, seguro que mamá, o Patrick no se habría separado de mi lado.
                Parecía un niño, le rocé la mejilla con mis dedos, y luego le besé en los labios. Estaba tan dormido que me asusté, deseaba ver sus ojos azul profundo, oír su voz, sus palabras… aunque me quisiera herir con ellas. Estuve allí más de media hora, memorizando su rostro, sus pestañas, su nariz, sus labios, sus cejas… TODO. No quería marcharme. Había también en todo ello un sentimiento maternal que nunca antes había sentido, como si quisiera protegerlo, y me constaba que era un tipo problemático que se metía en peleas continuamente. No había más que ver las marcas de su cuerpo.
- Lady Mariam.
                Me sobresalté y di un brinco. El corazón me latía muy deprisa cuando le vi despierto, me sonrió. No sé si le había visto sonreír antes… tal vez, parecía sincero, no tenía razón para fingir.
- ¿Cómo te encuentras?
                Él se miró lo poco que se veía y sonrió, de nuevo, creo que aún seguía grogui porque si no, no me explicaba a qué venía tan buen humor.
- Ahora mismo estoy de maravilla.
- Ya. – dije poco satisfecha con su respuesta. – Me llamó una tal Rosita y me dijo lo que te había pasado. – Evité su mirada porque me estaba volviendo loca, tenerlo tan cerca me ponía nerviosa.
- Rosita es alguien así como mi empleada y lo más parecido a una madre que he tenido nunca.
- ¿No está tu padre por aquí? – pregunté un poco extrañada, Rob mudó su semblante y al segundo estaba serio y preocupado.
- No le he visto aún, y no quiero verlo.
                No quise preguntar, pensé que no era el momento adecuado para indagar visto su cambio de humor. Sobre todo si se suponía que habían discutido antes del accidente.
- ¿Por qué has venido? – arrastraba las palabras, le observé atentamente y vi que estaba cansado, quizás sería mejor dejarlo descansar.
- Ya te dije, me llamó Rosita.
- Sí, pero ella no te obligó a venir. Me quedó claro que tu no…
- ¿Yo no qué? – me puse a la defensiva y él se rió de mi arrebato.
- Que no querías nada conmigo – remató Rob apagando su voz hacia el final de la frase.
- Rob, deberías descansar. Has salido de una operación doble, creo que te han puesto tornillos como para montar una estantería de Ikea.
                Él volvió a reír y se resintió de sus heridas. Me acerqué temerosa de que le pasase algo. Luego me di cuenta de mi estupidez y volví a mi sitio de antes. Durante unos silenciosos minutos, Rob me miraba fijamente y yo contaba las pelotillas de la colcha, retorciéndolas y arrancándolas una a una. Después le miré y comprobé que por fin le había vencido el sueño. Me sonaban las tripas pero no me apetecía alejarme del chico de mi vida, por miedo a despertar de este sueño. Me senté en un sillón y me aovillé, no sabía qué pintaba allí exactamente, pero el instinto maternal me indicaba que era lo más adecuado en ese caso.

                No me había dado cuenta de que había dormido hasta que desperté. DOS HORAS. Desorientada, confusa y hambrienta, fui obsequiada con un mareo de campeonato al ponerme en pié de un brinco. Cerré los ojos y me sujeté a la cama por miedo a caerme al suelo, pero me recuperé enseguida. QUE MEJOR SITIO PARA CAERSE REDONDA AL SUELO QUE UN HOSPITAL. Rob seguía dormido y tranquilo, entonces me planteé lo de ir a comer algo.
- Lady Mariam. ¿Todavía aquí? – estaba soñoliento y cariñoso. Sonreía sinceramente y para mí era un Rob diferente al que apenas había conocido, al que se había asomado a mi vida.
- Me he sentado un momento y me he quedado frita. No lo entiendo, me he levantado bastante tarde esta mañana.
                Me di cuenta de que no dejaba de mirarme, atento a todas mis palabras y cada uno de mis gestos, media sonrisa dibujada en su rostro. Este Rob no encajaba en mis recuerdos.
- ¿Qué pasa? ¿Por qué me miras así? – pero me resultaba divertido, él no se molestó porque mi tono era cordial.
- Estás tan… distinta – con su mano libre tomó mi mano derecha, una corriente eléctrica recorrió mi cuerpo desde la mano hasta cada una de mis extremidades y finalmente a mi cerebro.
- El distinto eres tú. Nunca te había visto sonreír tanto, y no sé si es por las drogas o porque te has golpeado la cabeza.
                Mantenía cogida mi mano y me miraba a los ojos con la sonrisa instalada en su cara. Se ve que había situaciones como esta en que las palabras sobraban.
- Bueno – dije mirando su pelo, o su boca o cualquier detalle de su rostro que no fuesen sus ojos. Distraídamente rodeé la unión de nuestras manos con mi mano izquierda, que aún tenía libre. Cuando me di cuenta, no quise soltarle NI POR TODO EL ORO DEL MUNDO. – ¿Cómo pasó todo?
- El accidente – respondió endureciendo su rostro, apretó los dientes y se le marcó más las mandíbulas. Sacó su mano de entre las mías y yo la dejé escurrirse igual que si fuese liquida – mm… – chasqueó la lengua una vez – creo que resbalé en una mancha de aceite y se me tumbó la moto. Caí del lado derecho y la moto me aplastó la pierna. Luego fui deslizándome media calle hasta que me estrellé contra un bordillo que me rompió la clavícula.
- Ajá. – un escalofrío me recorrió todo el cuerpo hasta que me erizó el pelo de la nuca, y solo de imaginar la escena. – Rosita me dijo que habías discutido con tu padre y que estabas furioso cuando saliste de casa.
                Me pareció que no le hacía gracia que yo tuviese esa información. Quizás tenía que haberme callado esa parte.
- Lo siento, no era mi intención entrometerme en tu vida – creí ver demasiada tristeza en sus ojos y decidí ser valiente. – Pero debo decirte que no me importa que seas la clase de tío que se mete en peleas, si tienes problemas puedes contar conmigo.
                Entonces me miró muy serio, ya no era el Rob grogui y cariñoso, sino el tipo duro que me espetó en el instituto.
- No necesito ayuda – respondió orgulloso, me miró con los ojos entornados – de modo que piensas que soy un tipo peligroso.
- Bueno, yo… vi las marcas de tu cuerpo, el resto es pura especulación. – Aquello no era buena idea, yo no tenía porqué opinar acerca de ese asunto. La conversación se estaba convirtiendo en un asunto espinoso, decidí zanjar el tema. – Creo que… es hora de irme. Lamento haberte alterado, no era el propósito que tenía al venir aquí.
                Me colgué el bolso a bandolera y rodeé la cama para llegar a la puerta.
- Mariam, no te vayas.
                No quise mirarle para que no viera las lágrimas que estaba a punto de derramar, pero me detuve y me di la vuelta. Caminé hasta la ventana, que estaba situada justo sobre la fachada de la puerta principal del hospital. Dejé vagar mi mirada por la transitada calle, mientras reprimía las lágrimas. En ese instante llegaba un gran y lujoso coche plateado. Desde esa altura, aún seguía pareciendo enorme. Ya más centrada me enfrenté a Rob.
- Mira, perdona. Seamos amigos ¿vale? – y le tendí mi mano izquierda por si quería hacer las paces. Él lo hizo y yo me sentí mejor, sobre todo al ver de nuevo su sonrisa de boca torcida. – y ahora discúlpame porque mis tripas me reclaman algo de comer, creo que me está dando un bajón de azúcar.
- No tardes – me apremió con un guiño.
- Cuenta con ello – prometí mientras liberaba mi mano que aún permanecía cautiva en la suya.
                Abandoné la habitación flotando en una nube; como en un anuncio de compresas, solo veía caras felices a mi paso. Al salir del ascensor en el vestíbulo, un aluvión de gente en pos de cámaras y micros, acosaban a un tipo trajeado y con cara de pocos amigos, que estaba a punto de subir al ascensor que yo abandonaba. Dos tipos de traje oscuro y cara de póquer espantaron a los de la prensa como si fuesen moscas.
                Debía prestar más atención a la actualidad para saber de quién se trataba, pero no me interesaba en absoluto. Pensaba que le gustaba a Rob, y eso era para mí lo mejor, lo primero, lo único.
                Extraje un sándwich de atún y lechuga de la máquina expendedora y una lata de té frio. Me acerqué a un teléfono público y llamé a mamá al trabajo para decirle dónde estaba y que no sabía cuando estaría de vuelta.
                Miré la hora, ya habían transcurrido cuarenta y cinco minutos en los que me había zampado dos sándwiches, una barrita energética, dos bebidas de té y un paquete de patatas hasta calmar mi apetito. A LA MIERDA LOS AHORROS DE UNA SEMANA ALMORZANDO DE TUPPER EN EL INSTITUTO.
                Los periodistas se habían replegado a un lado del vestíbulo a la espera de que don importante hiciese acto de presencia por allí. Subí al ascensor y deseé saber silbar para entonar alguna melodía. Rápidamente llegué a mi destino aunque las puertas aún se demoraron unos segundos en abrirse, casi tanto como la duración del viaje. Avancé por el pasillo y vi venir hacia mí a don celebridad que iba precedido por los dos matones. Al cruzarse conmigo me miró con aversión, como si yo fuese una cucaracha, y me dejó tan descolocada que choqué con uno de los gorilas, como quien se da de bruces con un muro. Reboté y salí disparada hacia atrás.
- Vale, vale, no te disculpes.
                Ni se inmutó, volví a seguir mi camino a la vez que me frotaba el hombro derecho que creí dislocado. Compuse mi mejor sonrisa para Rob, olvidando el desagradable y doloroso percance. Lo encontré sombrío y preocupado, y su expresión no cambió cuando nuestros ojos se encontraron. A mí se me escurrió la sonrisa del rostro.
- ¿Malas noticias? – pregunté aún desde la puerta. Me sujeté a la mochila como si esta pudiese evitar que cayera. Rob volvió la mirada a la ventana, como si me rehuyera. Me acerqué a él por el lado contrario a donde miraba. Sus ojos estaban rojos, como si hubiese estado llorando, y pasó más de un minuto en el que no me atreví a hablar.
- Mariam. Será mejor que te vayas.
- ¿Eh? – logré decir perpleja como estaba. A lo mejor me había perdido algo en el minuto que estuvimos en silencio. – ¿De qué estás hablando?
                Volvió sus ojos hacia mí, su mirada era dura, y tenía la mandíbula apretada. Me sentí fuera de lugar, sabía que aquello no iba a terminar bien.
- Quiero que te vayas.
                Sentí que palidecía y las manos frías como el hielo, pero el corazón me latía tan deprisa que no me explicaba cómo no bombeaba sangre suficiente para devolverme el color y el calor. Un nudo en mi garganta me impedía respirar con facilidad, de modo que tuve que jadear ligeramente para salir del apuro. Me di la vuelta con la vista clavada en las baldosas del suelo y me arrastré hacia la puerta. Apenas puse la mano en el pomo, me invadió una rabia impropia de mí, la determinación se instaló en mi interior y me volví hacia Rob como si me empujara una mano invisible.
- Ya puedes sentirte orgulloso porque me has humillado de todas las formas posibles. No me explico cómo soy tan estúpida. – retuve en mi mente su cara, estaba atónito, la boca entreabierta – Espero que mejores pronto.
                No quise quedarme a recibir más, me di la vuelta y salí dejando la puerta abierta. Oí gritar mi nombre pero no fui capaz de parar de correr, bajé los numerosos peldaños en una exhalación. En mi cabeza retumbaba su voz gritando mi nombre cuando ya salía de su campo de visión. Al llegar al vestíbulo estaba exhausta pero no quise parar. Corrí y corrí, más de lo que había hecho en mi vida, hasta que llegué a casa de Patrick. Abrió la puerta y me abracé a él llorando desconsolada mientras me abrazaba con mucho amor.
                Algunos minutos después logré calmarme y me separé de él, entonces reparé en que aún estábamos en el recibidor de su casa y que Mark estaba unos pasos detrás, con los brazos cruzados, observando la escena. Me sentí ridícula, me separé aún más, mientras me limpiaba las lágrimas con el bajo de la camiseta.
- Lo siento, estás acompañado. – me volví para marcharme pero Patrick me cogió de la mano y tiró de mí hasta el salón de su casa. Me sentó en el sofá y se sentó a mi lado, al otro lado se sentó Mark.
- Mark es un buen tipo y también ha pasado por momentos difíciles. Puedes confiar en él
                Mark cogió mi mano y la besó con ternura.
- Yo… sé que Patrick y tú tenéis una relación especial y de veras que no quiero interferir en ella. Solo es que aún estamos en fase de reconocimiento, es posible que le acapare pero puedes seguir contado con él como siempre.
                Suspiré con los ojos cerrados y me hundí en el sofá, entre aquellos dos angelitos guardianes que me acababan de adoptar. Patrick me miró expectante y tuve que contarle lo que había ido a… contarle. Después de ponerles al corriente de todo, lo que me llevó un buen rato, y no menos dosis de vergüenza, por la presencia de Mark, me volví a dejar caer en el mullido sofá por si podía desaparecer en su acolchado respaldar.
- Qué cabrón – sentenció Mark muy acertadamente.
- ¿Y qué vas a hacer?
- ¿Qué voy a hacer? No lo sé, me siento tan tonta… Ya sabes que me gusta pero está claro que yo a él no. – Era ya tarde, de modo que lo mejor que podía hacer era volver a casa. – Bien, ya no quiero aburriros más con mis tonterías. Me voy a casa.
- ¿Ya? Mariam no tienes por qué irte.

4- (Mariam) EL BESO

                A lo largo de la semana, el tiempo fue mejorando pero mi humor fue a peor. Me sentía un poco celosa de Mark, pasaba a recoger a Patrick cuando terminaban las clases, y aunque volvíamos los tres juntos, estaba claro QUIEN sobraba en la ecuación. Sospechaba que pronto se terminarían las sesiones de cine en casa, los cotilleos y todo lo que nos había unido durante tantos años.
                El viernes a última hora, cuando me levanté de la silla para irme, Rob me tomó del brazo.
- Mariam – me dijo de improviso.
                Me giré despacio de cara a él, que parecía más alto de lo que recordaba. Aún así, le miré a los ojos azul profundo y traté de no perderme en ellos. CÉNTRATE MARIAM.
- ¿Si?
- Esto… perdona.
- ¿Que te perdone? – le respondí con brusquedad – No recuerdo nada por lo que deba perdonarte.
                Cogí la mochila y me encaminé hacia la puerta del aula.
- Mariam.
- ¿Sí?
- Yo… – parecía confuso, como si no supiese qué decir o si tenía que decir algo, me miraba muy serio. – Mariam, yo…
- Está claro que ahora sabes mi nombre, ya no soy María, como el otro día. ¿Has terminado? – dejé que el sarcasmo fluyera lento.
- Mariam, escúchame – repuso volviendo a sujetarme por el brazo.
- Te escucho pero no dices nada concreto. Me limito a hacer lo que dijiste el otro día al salir de gimnasia: “que te deje en paz porque… porque no te intereso ni te interesa hacer amigos” – le escupí las palabras a la cara, e imaginé que le podrían doler, ya me estaba doliendo a mí decirlas.
                Me sujetó con la mano libre la barbilla y me dio un beso en los labios, fueron cinco segundos, dulces, salvajes e intensos. Pero las cosas no funcionaban así en mi mundo. El corazón, aun así, latía tan deprisa que pensé que me daría un vahído. Me separé de su lado, que no me rozara, dejando al menos medio metro entre los dos.
- Vale, ya me has dado las gracias por haberte recogido el otro día en la calle, no hacía falta el beso – le dije señalándome los labios, e intentando mantenerme en pie sobre mis rodillas debilitadas por la emoción. – Ya no me debes nada.
                Eché a caminar con determinación, aunque procurando no tambalearme y caerme al suelo.
- Eres muy difícil, tía.
                Me volví y me senté sobre una de las mesas. VALE, UN PUNTO DE APOYO PARA RECUPERAR FUERZAS. Abracé la mochila a modo de coraza y le miré fijamente a la cara, sin pararme a verle los ojos, o perdería la concentración.
- En primer lugar… no soy tu tía. – no era un chiste pero el sonrió. MALDITO ROBERT WAYNE, TENÍA UNA SONRISA MARAVILLOSA. – Escucha, creí que habíamos conectado, pero vale, me equivoqué. No es la primera vez que cometo este tipo de error y créeme que no será la última. Quiero decirte que te ayudé porque lo necesitabas, y no me arrepiento. Pero te fuiste sin decir ni adiós. Creí que no querías saber nada de mí y ahora vas y me besas. Y dices que yo soy la difícil… chico – dije tocándome la frente – el cerebro no me da para más, y menos en viernes.
                Me levanté rápidamente e hice mutis por el foro de la manera más discreta posible. Entré en el aseo de chicas y me encerré en uno de compartimentos. Era la primera vez que me besaban y lo hacía el chico del que creía que estaba enamorada, no me había dado tiempo a saborearlo. QUÉ TONTA. Debería haberle agarrado del pelo y haberle devuelto el beso más fantástico que recibiría jamás.
                Cinco minutos después salí de los aseos, no había rastro de Rob por ningún lado… por desgracia, ya estaba a salvo de él y de sus turbadores besos. De camino a casa, con Mark y Patrick, no quise relatar nada, aunque éste último ya me había preguntado al ver mi cara pálida.
                Mark se interponía entre nosotros y parecía que las cosas serían así en adelante. Por un lado me parecía genial, porque Mark era un buen chico; por otro lado me sentía triste porque ya no seríamos un equipo. Por fuerza, Patrick ya no pasaría tanto tiempo conmigo.

                Nunca he hablado de papá ni con él. Mami siempre habla de él como si estuviese muerto o abducido por marcianos. Nunca le había visto, y todo lo que mamá decía, me había llevado a pensar que no lo quería conocer. Pero sabía cómo se llamaba y dónde podía encontrarlo.
                Jack Slaugther, cuando dejó embarazada a mamá, servía en el ejército, apenas tendría veinte años. Pero poco después tuvo un gran problema con la ley y desde entonces estaba en una prisión militar.
                Hacía algunos meses, mamá me pasó una carta de Jack para mí. Ella decía que era la primera, yo la creí. Estuvo guardada en la letra Ñ de mi diccionario de español-inglés durante unas semanas, hasta que me decidí a desentrañar sus misterios. Sin duda, yo había heredado la caligrafía de Jack, mamá siempre hacía lo que yo llamaba “cagaditas de mosca”. Jack decía que quería conocerme, que fuese a verle algún día. Me decía que llevaba muchos años buscando la manera de empezar.
                Esa noche, con la carta de Jack bajo la almohada, decidí concederle una oportunidad. Ahora que mi vida estaba cambiando en varios sentidos, necesitaba conocer a mi padre.
                Oí unos golpes en el marco de la puerta y vi a mi madre asomarse con su dulce sonrisa.
- ¿Tan temprano en la cama?
- Ya he hecho los deberes, y tienes la cena en el horno.
                Ella sonrió y vino a sentarse en la cama a mi lado, me besó en la frente.
- ¿Cómo está el chico?
- Oh… bien, creo. Es muy distinto de Patrick, ya sabes, es un chico, chico.
                Mamá se rió conmigo, ella ya imaginó que Patrick era gay mucho antes de que él se redescubriera. Me volvió a besar y se marchó, yo me escurrí dentro de la cama y apagué la luz. Tal vez debería conceder una oportunidad para explicarse a Rob Wayne.

lunes, 13 de septiembre de 2010

3- (Mariam) EN LA DISCOTECA

La noche transcurrió escandalosamente rápida. Gracias a Dios no le di demasiadas vueltas al tema. Mamá estuvo en casa toda la mañana y pude pedirle permiso para ir al club.

- ¿Por qué quieres ir?

- Mamá, nunca he ido a un sitio de esos. Quiero probar a ver qué tal es – nunca me había sido complicado convencer a mi madre de algo, pero se estaba empezando a poner difícil.

- Mariam, eres muy pequeña para ir a un club.

- Pero mami – insistí. – Voy a cumplir diecisiete años dentro de un mes, y además, sabes que soy muy responsable.

- Si yo me fio de ti cariño… lo que no me fio es de los demás chicos.

- Mamá, por favor. Voy a ir con Patrick, recuerda que es cinturón negro de kárate.

- Está bien, está bien – se dejó convencer. – Pero no vuelvas tarde ¿quieres?

- Gracias mamá – la besé en la mejilla y salí volando de allí.

A la hora acordada me encontré con Patrick donde siempre. Yo me puse una minifalda vaquera corta con unas mallas negras, unas bailarinas negras de mamá y por arriba también llevaba algo de mamá. Se había empeñado en que pusiera una blusa blanca con bordados a punto de cruz y fruncida por la zona del pecho. Sobre ésta, una cazadora de cuero que mi madre se compró pequeña de saldo porque pensaba que iba a adelgazar.

- Uauu – y silbó también Patrick. – Qué guapa estás.

- ¿Estás seguro de ser gay?

- Completamente, pero ante una belleza como tú, podría permitirme un desliz – admitió pasmado. Le creí. – ¿Y yo qué tal estoy?

- ¿La verdad?

- Toda la verdad y nada más que la verdad.

- Creo que eres el único gay sin estilo al vestir – me burlé tan seria que se lo creyó. – ¡Que no, tonto! Hoy vas a ligar, estoy segura.

- Ojalá los Dioses te oigan – Estaba espectacular vestido todo de negro, camiseta, tejanos y zapatos.

Había una cola de campeonato para acceder al club. Diría que todos los adolescentes de Nueva York estaban allí congregados. Sin duda, debía ser un lugar muy bueno, yo de eso no tenía una gran idea porque era la primera vez que acudía a semejante antro… ¿realmente sabía bailar?

- Ya casi estamos, Mariam, mi amor – estaba tan nervioso que empecé a atar cabos, ¡era él el más interesado en acudir allí!

El local era enorme, música a todo volumen, el tipo de música que no había escuchado en mi corta vida. Siempre he dicho que debería haber nacido como diecisiete años antes de cuando nací. Habría encajado mejor en la adolescencia de mil novecientos noventa y tres.

- ¿! Vas a tomar algo!? – chilló Patrick entre el bullicio.

- ¡No, luego!

- ¡Pues yo sí, ahora vuelvo!

No me apetecía nada dejarme el equivalente a una bisagra reparada en una coca-cola, cuando me la podía beber en casa viendo una peli, y además sería una lata, con sus 33 cl, y no un vaso de tubo de plástico con más hielo que coca-cola. Porque eso era lo que tenían en la mano los parroquianos. Pero cuando Patrick llegó, no me anduve con miramientos y le di un buen trago a su coca-cola en vaso de plástico.

Total, que anduvimos allí moviéndonos a diestro y siniestro y sacamos a relucir una de nuestras particulares coreografías. Fui al baño, al salir encontré a Patrick hablando con un chico bastante atractivo, muy estiloso vistiendo y que no había más que sonreírle a Patrick como un bobo. Éste me hizo aspavientos exagerados para que me acercase, y así lo hice con cautela, se le veía demasiado emocionado. Temía que se llevase un chasco, del estilo del mío.

- ¡Mariam, te presento a Mark, fuimos compañeros en el campamento ese al que fui cuando tú estuviste enferma en casa con la varicela!

- ¡Ah, ese Mark! – grité recordando cuando a los diez años, Patrick descubrió que era homosexual. – ¡Encantada de conocerte al fin, Mark!

- ¡Lo mismo digo, Mariam! ¿¡Y Robin!? – se burló guasón. Yo reí la broma, como siempre hacía, aunque maldita la gracia durante dieciséis años.

Decidimos salir del club y tomarnos una coca cola o un café en un sitio que Patrick y yo habíamos frecuentado. Ellos iban delante y yo les seguía como un guardaespaldas. En la salida enganché sin querer mi chaqueta con el pomo de la puerta y estaba batallando para librarme cuando oí bullicio en la entrada. Corrí temiendo que Patrick se viese en apuros.

Junto a la larga cola de adolescentes que todavía quedaba esperando, el otro gorila tenía sujeto a un tipo por el brazo.

- Suéltame cabrón – decía el tipo en cuestión.

- No te quiero ver más por aquí ¿entendido? – lo zarandeó un poco y lo empujó hacia atrás. Vi como el tipo cayó de espalda y se quedó en el suelo inmóvil un instante, entonces lo reconocí.

- Rob – musité, aunque Patrick me oyó.

Acudí rápida hasta donde se encontraba Rob y me arrodillé a su lado, parecía inconsciente, le di unas palmaditas en la mejilla y abrió los ojos. Parecía confuso.

- Rob, despierta, ¿estás bien?

- … Sí, deja de pegarme – me sujetó la mano y la olió. – Mm, hueles bien.

- Será mejor que te vea un médico, te has dado un buen golpe – repuse mientras evitaba que se levantase.

- No quiero ver a ningún médico, me encuentro bien.

Se incorporó y, Patrick y yo le ayudamos a enderezarse. Nos miró y sonrió, entonces vio a Mark y soltó una socarrona sonrisa. Algo debió entrever. De pronto puso los ojos en blanco y de no ser por Patrick se habría desplomado en el suelo como un muñeco roto.

- Estoy bien, de veras. Solo necesito tumbarme un rato.

- Te llevamos a casa. ¿Dónde vives? – propuso Patrick.

- ¡No! – gruñó. – A casa no.

Lo miré bien, tenía un aspecto horrible. Unas sombras ojerosas bajo sus ojos empeoraban su cara. Además, apenas se tenía en pié.

- Yo no sé si hago bien, pero le voy a llevar a mi casa- decidí en aquel mismo instante.

- Mariam. ¿Estás segura?

- Tranquilo, puedo con él, ya lo sabes.

- No te lo digo por eso… – y acercándoseme al oído me susurró – huele que apesta a cerveza y quién sabe a qué más…

- Vete tranquilo, pillaré un taxi. Luego te llamo.

Tomé su brazo, me lo eché al cuello y lo arrastré calle arriba hasta alcanzar una de las avenidas. Me alegré de que ni Patrick ni Mark se hubiese ofrecido a acompañarme. Aún a pesar de mi tamaño, ya había jugado a cargar con Patrick sobre mis hombros. Él era gay, pero se portaba como un tío en lo que a fuerza bruta se refería. Media hora más tarde entraba en casa. El estado de Rob había empeorado, estaba pálido como un cadáver y envuelto en sudor. Cuando accioné el ventilador del techo empezó a tiritar.

La sorpresa no se hizo esperar y vomitó allí mismo sobre el parquet de la entrada, manchándose la camiseta.

- … Yo no… – musitó arrastrando las palabras.

- No te preocupes, ven conmigo.

Lo guié hasta mi habitación y lo senté en mi cama que me apresuré a destapar. Él se echó hacia atrás despacio después de que le quitase la camiseta sucia. Un ángel en mi cama, eso es lo que era. Parecía como si siempre hubiese estado allí esperándome. Sacudí la cabeza SÁCATE DE LA CABEZA ESTAS IDEAS TONTAS, MARIAM.

Cuando fui a limpiarle un poco con una toalla mojada con jabón, le vi unas marcas oscuras en el pecho y en la espalda, parecían huellas de unos golpes. No eran tan recientes para haberlos recibido en el club esa noche. Lo volví de lado por si vomitaba de nuevo y lo cubrí con la ropa de cama. Le puse un poco de hielo en la nuca, donde le noté un chichón.


Mamá vino después de medianoche y todo estaba recogido, ni rastro del vómito ni del olor. La camiseta de Rob lavada, olorosa y tendida en la escalera de emergencia para que se secase. Me encontró sentada en el sofá, estaba releyendo “Persuasión” de Jane Austen, sobre todo la parte en la que la protagonista recibía la carta de su amor.

- Mariam. ¿Qué haces aún levantada?

- Mami, tengo que hablar contigo.

Mi madre atendió enseguida, en vista de que, hasta ahora, jamás había tenido que hablar con ella seriamente. Se lo conté todo, vigilando su rostro, porque la conocía mejor que ella a mí. Torció la boca, señal inequívoca de que estaba preocupada.

- Mamá, sé lo que me hago. ¿Vale? No podía dejarlo allí tirado.

- Lo sé, pero por lo que me cuentas, no sabemos si es la primera vez o si es frecuente este comportamiento. Solo te pido que tengas mucho cuidado.

Naturalmente le había contado que era un compañero de clase, pero no había entrado en detalles acerca de nuestra extraña relación y lo que me atraía hacia él. Fui a mi habitación y mi madre me siguió hasta allí, le echó un vistazo y le tocó la frente.

- Mariam, tiene un poco de fiebre. Ponle el termómetro.

Dicho esto me dejó a solas con Rob, medio minuto después volvió con el termómetro y una toalla húmeda. Hizo mutis por el foro y no volvió a asomarse en un par de horas. Le puse el termómetro y él ni siquiera se dio cuenta de donde estaba. Treinta y nueve o casi, lo cierto es que estaba hirviendo, estaba empezando a preocuparme, ya que no sabía qué hacer. Salvo…

Aquella noche fue la más larga y a la vez, más interesante de toda mi aburrida vida. Cuando más tarde refresqué su rostro y su torso con una toalla húmeda, aprecié que tenía una temperatura cálida. La fiebre había pasado a ser historia.


- Mariam – susurró mamá agitando mi brazo dormido, al igual que el resto de mi ser.

- ¿Qué pasa, mami? – me puse en pié con rapidez y sentí un leve mareo. Había estado echando un sueñecito acurrucada y hecha un ovillo en la butaca del dormitorio.

- Me tengo que ir… Le he puesto el termómetro y ya tiene una temperatura normal, además, está fresquito.

- Ya, mamá. Al final fui a casa de Billy y se llegó a echarle un vistazo – Billy vivía al final del pasillo y era veterinario. Acudió al instante en cuanto se lo dije, aunque acababa de despertarle. El resto de la noche la pasé comprobando a cada poco hasta que la fiebre desapareció.


Le vi girarse en la cama y ponerse bocarriba, abrió los ojos y miró el techo.

- Buenos días, Bello durmiente.

- ¿Qué haces aquí? – gruñó incorporándose.

- Vivo aquí.

- ¿Qué hago en tu casa?

- No quisiste que te llevase a la tuya, así que no tuve elección.

- Hostias, mi padre – bufó, intentó levantarse y se tambaleó dejándose caer de nuevo en la cama. Quise acercarme para ayudarle, pero no me atreví.

- No sé qué estás pensando, pero ya me dejaste claro el otro día que no te interesaba. Solo es… no sé lo que es. Pero no fui capaz de dejarte tirado en la calle – me estaba poniendo nerviosa por momentos. Desde fuera, tenía toda la pinta de una lunática que ha secuestrado a alguien para aprovecharse, al estilo de Misery. Salí de la habitación y fui a prepararle una infusión de manzanilla o algo así que le reconfortara el estomago.

Estando calentando agua en la tetera lo sentí detrás de mí, me sujeté a la encimera cuando le oí hablar cerca de mi oído y casi rozándome con su cuerpo, su aliento en mi cuello desnudo.

- ¿Mi camiseta?

- Ahí en la escalera de emergencia – dije señalando en aquella dirección pero sin volverme hacia él porque estaba paralizada y sentía las mejillas ruborizadas. De todos modos no estaba en condiciones de que me viera la cara.

- Los moretones… - musitó.

- No voy a hacer preguntas, si te refieres a eso – le atajé. Me volví con la taza preparada y la bolsita hundida en el agua hirviendo, justo en el instante en que oí cerrarse la puerta. Dejé la taza en la encimera y me asomé a la ventana de la cocina, entre los visillos. Le vi cruzar la calle a paso ligero y sin mirar atrás. COBARDE. Las lágrimas afloraron enseguida al sentirme tan ridícula por mi comportamiento. ¿Qué había esperado? ¿Gracias o… adiós, al menos?


El resto del domingo transcurrió sin pena ni gloria. Pasé toda la mañana sola en casa, y a medio día me hice un bocata y bajé al parque a almorzar y leer el periódico dominical.

Oí el rugido de un motor, levanté la vista y vi al otro lado del parque a un motorista. Con la maquina aún en marcha, se quitó el casco y descubrí, para mi sorpresa que era Rob. Bajé la vista y traté de concentrarme en lo que leía, el sudoku. No era capaz de colocar ningún número. MALDITO ROB WAYNE. ¿PORQUÉ NO PUEDES DEJARME EN PAZ?

Volví a mirar y allí seguía ¿me miraba? Por alguna razón debía de estar allí, pero la mente de los hombres era un misterio, sobre todo para mí que al único hombre que conocía pensaba como una mujer. Escuché rugir el motor con más fuerza y luego ir atenuándose hasta que desapareció. Eché una ojeada ¡Uff! Se había ido. Alguien me tapó los ojos.

- Patrick, deja los jueguecitos.

- ¿Cómo sabías que era yo? – bufó alegre.

- Porque hueles a canela. Y ya me has fastidiado el maquillaje.

- Mentirosilla, tú nunca te maquillas – me dio un beso en la mejilla y se sentó a mi lado. Sería el hombre perfecto para cualquier mujer si tanto él como ella quisieran una relación sin sexo. Una vez, hará un año o dos, creí que estaba enamorada de Patrick. Siempre tan cariñoso, tan sensible para lo que había que ser sensible, guapo de cara, atractivo de cuerpo, alto… un sueño y también una locura.

Y entonces pensé que le quería, pero no de la forma en que siempre le había querido, sino amor con mayúscula. Pero luego me di cuenta de que era el mismo Patrick de siempre que me mimaba como a una hermana pequeña. Nunca se lo dije, se me caería la cara de vergüenza.

Pero lo que no me dio vergüenza fue contarle lo que había pasado desde que nos despedimos la noche anterior.

- No sé qué decirte, ya sabes que los chicos somos muy complicados.

- No, tú eres complicado, los demás son simples: hormonas, testosterona, sexo, fútbol, culos, tetas y de ahí no salen… en resumen: sexo y fútbol.

- Jajaja, no ofendas a los de mi género, soy gay pero soy hombre.

- Y cambiando de tema… ¿Qué tal tu Mark?

- No es mío, pero me encantaría.

- ¿Hicisteis manitas?

- Qué cachonda y descarada… Nos pusimos al corriente después de tanto tiempo. Él sigue siendo gay…

- ¿Pero se puede dejar de serlo? – me burlé con una sonrisa socarrona.

- Quiero decir que lo tiene claro. – Me sonrió de oreja a oreja – Es fantástico ¿a que sí?

- Me alegro – le respondí acariciando su mejilla, tratando de ser cariñosa, ya que él siempre me decía que era más arisca que un gato.

- Ya ves, Mariam, mi amor. Al final vamos a tener vida social, tú con Rob y yo con Mark.

- Creo que Rob y yo no tenemos vida social ni nada en común. Somos unos perfectos extraños el uno para el otro.


Ahh… al acostarme en mi camita, seguía impregnada con el olor de Rob, aunque hubiese quitado las sabanas sudadas. Por un lado me sentía atraída por él como un imán al hierro, por otro lado me repelía por su forma de ser, como dos imanes enfrentados por los mismos polos. Quizás los demás chicos eran iguales, se comportaban de igual modo de cara a las chicas en general, no ya a las que les gustaba.

Por ello, Patrick y yo habíamos decidido abrirnos a los demás, ser más sociables con los chicos de nuestro entorno ¡BASTA DE OSTRACISMO, ARRIBA LA VARIEDAD! Sé que me quedé dormida con una sonrisa en los labios, porque tuve bonitos sueños y desperté de un humor extraordinario.


HOY VA A SER UN DÍA ESPLÉNDIDO… un trueno retumbó en el exterior y una lluvia torrencial comenzó a caer como manto pesado sobre la ciudad.

ME ENCANTA LA TORMENTA, ME ENCANTA LA LLUVIA… hubo un apagón generalizado en el barrio que lo dejó todo a oscuras.

ADORO LA OSCURIDAD… si, pero vestirse, desayunar y lavarse los dientes a la luz de una linterna era un poco coñazo. Definitivamente los elementos se habían aliado en mi contra, querían acabar con mi bueno humor y parecía que lo conseguirían. Me puse el chubasquero, cogí el paraguas y me fui para la calle… sin ascensor, sin luz en el exterior.

- Hola, Mariam, mi amor – el inconfundible Patrick Jones me esperaba en el portal, sostenía una magnifica linterna – Pensé que me necesitarías.

Era maravilloso estar con él, aunque eso significara prescindir del resto del mundo.

- Qué día más tonto ¿No?

- Hoy los astros se han alineado en mi contra para fastidiarme el día, fíjate qué asco de mañana.

Caminamos muy juntitos debajo del enorme paraguas de Patrick hasta que llegamos al instituto. Parecía fantasmagórico y abandonado, teniendo en cuenta que siempre había más gente fuera que dentro… y ahora estaba tan desierto, y la mañana tan gris…

Le vi llegar y bajarse de un taxi, ¡UN TAXI!, claro que con la moto se habría puesto como una sopa. ¿Y qué me importaba a mí lo que hiciera o dejase de hacer? Durante toda la jornada logré mi objetivo de no mirarlo ni de reojo, pero en más de una ocasión pasó por delante de mí, YO CREO QUE A PROPÓSITO, para lucirse o para dejarse ver. Reprimí una sonrisa la última vez que pasó por mi lado y rozó mi mano con la suya. Un gesto, a todas luces, intencionado.

2- (Mariam) CUANDO ROBERT SE ALEJÓ DE MI

Por fin en la clase de gimnasia tuve ocasión de hablar con él. Gran parte de los alumnos de la clase se fue a jugar al baloncesto mientras una minoría nos quedamos a hacer un circuito por parejas.

No sé porque, o bien porque no le apetecía estar con los otros, o bien porque le apetecía estar conmigo, el caso es que acabamos juntos. Hablamos lo imprescindible durante un buen rato: “que calor”, “va a acabar con nosotros”… y cosas por el estilo; sin embargo cuando nos llegó el ejercicio de las abdominales, en que uno las hacía y el otro sujetaba las piernas, no tuvo más remedio que entablar conversación. Primero me tocó a mí, juro que debo resultar espantosa en semejante esfuerzo, pero aún así, él no pareció disgustado.

- Eres un tío muy raro. ¿Lo sabías? – pregunté en tres veces mientras subía y bajaba. Rob sonrió, su dentadura perfecta le hacía parecer un niño de cinco años.

- Lo sabía.

Más que una conversación, con este tipo de respuestas parecía un monólogo. Desistí de mi empeño. Rob me tendió una mano para ayudarme a levantarme y entonces fue él quien se tumbo en el suelo y yo quien le sujetó los pies. Hizo una mueca como de dolor pero se preparó para empezar al toque del silbato.

- No quiero decir que seamos íntimos, pero por lo menos “hola y adiós” – insistí, después de lo que nos había pasado, aunque para él carecería de importancia. En realidad no tenía ninguna importancia, salvo para mí.

Mira que rechacé la idea del DESTINO que propuso Patrick, pero una vez que algo se instala en mi mente, ya cuesta trabajo erradicarlo. Maldita sea.

- Lo que tú quieras.

- Ya – dije no muy convencida.

Me estaba entrando la taquicardia de verlo subir y bajar, sus ojillos ¡azul oscuro! Me estaba volviendo loca. CREO QUE ME HE ENAMORADO. Nunca lo entenderé, ¿por qué me gustan los chicos que no me hacen ni caso? Pero éste pareció distinto, cuando nuestro encuentro fortuito, y la química que yo sentí entre nosotros. Mas luego se demostró que NO ESTÁ HECHA LA MIEL PARA LA BOCA DEL ASNO. No sé si yo era la MIEL, pero por el papel desempeñado me sentía el ASNO, sin probar la dulce miel.


Acabada la clase de gimnasia, todos fuimos a las duchas, excepto Rob, al que vi remolonear por allí, con su pantalón corto azul marino y su camiseta gris sudada. No supe, ni imaginé porqué se entretenía tanto ya que en ese caso perdería mi turno en las duchas.

Fui de las últimas en salir y me quedé espiando la puerta del vestuario de los chicos. Los conté, incluso a Patrick, que estuvo esperándome y viendo que no aparecía se marchó.

Finalmente, no debía quedar más que él, así que no tendría que esperar mucho más. Salió atusándose el pelo y con su gran bolsa colgada en el hombro, entonces me vio sentada en el banco.

- ¿Me estabas esperando? – me parecía que no estaba de muy buen humor, así que no me atrevía a decirle lo que yo quería, ser su amiga.

- Esto… me preguntaba… – no sé porqué me encontraba en esa tesitura, parecía una preescolar, ¿porqué él y no otro? ¿Qué extraño nexo nos unía?

- Escucha María… – MARIAM, dije en mi fuero interno dándome cuenta de que no recordaba mi nombre. – No sé por qué haces esto, pero no me interesa.

Íbamos caminando juntos y él siguió hablando sin detenerse ni aflojar el ritmo.

- Si es por lo del otro día…, solo quise ser amable, nada más. Así que agradecería que me dejases en paz, porque ni me interesas tú, ni me interesa hacer amigos en este maldito lugar.

Por mis venas la sangre fluía hirviendo hasta el corazón, por contraposición al rostro, que sentí frio y sin color. Me quedé parada y la distancia que nos separaba se hizo aún más y más grande.

Por fin las lágrimas acudieron a mis ojos, aunque con ello también llegó el nudo en la garganta. Así no podía ir a clase. Me di la vuelta y me fui a casa. Solo me apetecía acostarme y taparme la cabeza, dormir durante diez años y amanecer siendo ya una mujer diferente.


Más tarde, una vez acabaron las clases, recibí la visita de Patrick.

- ¿Qué le pasa a mi niña? – dijo y me abrazó tiernamente, uno de esos abrazos de hombre que me reconfortaban tanto.

- Es que soy tonta, Patrick.

- No digas eso, cuéntamelo todo.

Fuimos a sentarnos en la sala de estar, en el sofá y allí me dejé caer sobre su hombro mientras él me abrazaba. No lloraba, pero me sentía tan abatida por el rechazo de Rob que no me apetecía pensar más en el asunto.

- Es un hijo de puta – gruñó Patrick. – Si quieres le rompo la cara cuando le vea. Le puedo hacer esa llave de karate… ¡kiaaaaaa! Y lo lanzo sobre mi cabeza hasta cien metros más allá.

Me reí, cuando le vi gesticular sus llaves de karate, y su carita de situación imitando las viejas películas de artes marciales.

- Qué payaso eres…

- Sí, pero tú sabes que ya no hacen pelis de artes marciales, es una pena.

Al final, terminamos la tarde hablando de nuestras cosas, de las pelis que veían nuestros padres, rescatadas del videoclub en nuestras largas tardes de sábado y domingo.

- Patrick, no tenemos vida social – le dije ya en la puerta de casa.

- A mí no me hace falta, pero si tu quieres… hay una discoteca que no tiene límite de edad… podríamos ir a la primera sesión – parecía desganado, como si no le agradara la idea de acudir a un antro así.

Pero nos hacía falta ampliar el círculo de amigos, no por mí, sino por Patrick, que necesitaba conocer a otros chicos gays. Al final quedamos para el día siguiente, a un club llamado Riverside o algo así. No sé qué resultaría de aquella idea, cuando sugerí lo de “vida social” no me refería exactamente a salir de marcha.


Me fui a la cama después de hacer los deberes, la cena de mamá y de recoger un poco. Una vez acurrucada en mi cueva, los recuerdos volvieron a mi mente. Rob no tenía por qué haberse portado así conmigo. Quizás yo había sido muy cansina pero, en el fondo, sabía que no era para tanto. Claro que si sumaba mi insistencia y su escasa tolerancia, daba como resultado insolencia por su parte. Me lo tenía merecido.

sábado, 11 de septiembre de 2010

1- (Mariam) DE COMO CONOCI A ROBERT

MARIAM

Después de las vacaciones de Pascua, escuchar el sonido del despertador me puso los nervios de punta. En realidad no estaba preparada para afrontar un nuevo día de clase. Aún así di un manotazo para apagarlo, al menos durante ocho minutos.

De todas formas, cuando pasé por delante de casa de Patrick, ya me estaba esperando sentado en las escalinatas de la entrada al edificio.

- Buenos días, guapísima. Hoy estás realmente preciosa, Mariam Clark.

Yo me miré, Patrick tendía a la exageración. Para iniciar la semana me había puesto un pantalón vaquero clarito y una blusa blanca con bordados geométricos. Mis zapatillas de deporte y una chaqueta verde despintada. Toda una top model, sin duda.

Brooklyn, el mejor barrio de Nueva York para vivir, y también donde estaba el instituto al que acudía todos los días para conseguir una buena educación. ¡Puag! Quien me oyera diría que era una estudiante extraordinaria a la que le gustaba ir a clase… pues no, era buena estudiante pero prefería pasar mi tiempo en otra parte.

Llegamos al instituto Saint Francis charlando de nuestras cosas, demasiadas, teniendo en cuenta que solo llevábamos ocho horas sin vernos, y que durante ese tiempo habíamos estado durmiendo. Nos sentamos juntos en clase de lengua. Patrick era un tipo muy atractivo, alto y con el cabello castaño claro, llamaba la atención entre las chicas. Pero a él solo le interesaban los chicos. Era gay pero sin pluma.

- Atención, callaros de una vez – dijo el señor Wilson para poner orden. –Sois unos alborotadores, votaré para que eliminen las vacaciones… mirad cómo llegáis el primer día.

Todos reímos, el señor Wilson era, como poco, el mejor profesor de todos, y el que tenía sentido del humor.

Entonces le vi, entraba en clase y se dirigió hacia el señor Wilson. Nos dedicó a todos un buen vistazo mientras le entregaba al profesor un pase.

- Señor Wayne, busque un sitio libre por ahí – el señor Wilson le indicó con desidia que se acomodara. Yo le miré fascinada, parecía el típico rebelde adolescente, ya que nos miró de nuevo a todos con suficiencia.

Las chicas estaban alborotadas, hasta Patrick estaba deslumbrado. Observé cómo el nuevo caminaba con andar resuelto hasta una silla cercana a la mía pero atrasada un puesto. Me volví con disimulo para examinarlo al detalle. Vestía todo de negro con un pantalón vaquero y una camiseta. En la ceja tenía un piercing y en una de las orejas un pequeño aro dorado. Su pelo parecía cortado por él mismo en un color tan oscuro que parecía negro. Tenía las cejas bien definidas y los ojos un poco rasgados.

Estaba tan inmersa en mi estudio que no me había dado cuenta de que lo miraba fijamente.

- Qué miras – me espetó, por el gesto que hizo, no me pareció una pregunta sino una llamada de atención. Rápidamente volví la cara a mi cuaderno, y allí permanecí el resto de la hora apoyada en la mesa con el brazo izquierdo para obligarme a no mirarlo más.

- ¿Qué te pasa, chica? Te pusiste tan colorada que pensé que explotarías allí mismo.

Patrick siempre era muy observador, y muy exagerado, como ya dije. Parecíamos pareja, y aunque no íbamos ni de la mano ni cogidos de ningún modo, algunos se creían que estábamos juntos. No sé porqué me había ruborizado de aquel modo cuando el tal Wayne me espetó, pero para ser la última novedad del instituto, no era el típico tío corriente, ni el guaperas de turno.

Yo sabía que en poco tiempo, las chicas iban a devorarlo. Joanna probaba todo el material nuevo que llegaba, y luego pasaba de mano en mano hasta que era desechado, o era colocado con alguien como pareja. El que se resistía a Joanna pasaba a ser un paria y sus seguidoras no le atacaban. Quién no era de su interés o agrado, pasaba a ser invisible.

Patrick era tan atractivo que llamó la atención de Joanna el primer día de instituto, pero que estuviese ligado a mí con una cadena imaginaria, lo había colocado en la zona de invisibilidad. Sin embargo, alguna vez a Joanna se le escapaba una sonrisita en dirección a Patrick que éste devolvía religiosamente, encantado de participar en cualquier jueguecito que le hiciera parecer hetero.

Me aterraba la clase de matemáticas avanzadas, era la única que no compartía con Patrick, que seguía en la normal de cálculo. Estaba tan acostumbrada a sentarme junto a él y a sentirme protegida a su lado, que allí me sentía desnuda y desamparada.

- ¿Sabéis, el chico nuevo? Lo conoce Ruben, pero de oídas. Viene de varios institutos, por lo que se ve es bastante problemático – dijo en voz baja Joanna, pero yo pude escucharla con detalle, me hallaba a un par de metros de ellos pero mi oído es estupendo.

- Pues es muy mono – dijo Laura, ella siempre tan inteligente en sus comentarios.

Se quedaron en silencio cuando entró el nuevo, y fue a sentarse a mi lado irremediablemente. O eso o al principio de la clase, junto a la mesa de la hermana Angela. En ningún planeta nadie se quiere sentar en la primera fila.

Le miré de soslayo, allí sentado a mi derecha. Era zurdo, por lo que cuando empezamos a tomar apuntes nuestros codos tropezaron en más de una ocasión. Soy fantástica tomando apuntes cuando mi mente está en otro lado, pues no se me escapa ni una coma, aunque no me entere de nada. Estaba embobada mirando los tatuajes que llevaba en las muñecas, como motivos tribales o algo así, por los hombros también debía llevar ya que se dejaba ver algo bajo la manga corta.

- Señorita Clark, a la pizarra.

Me sobresalté pillada in fraganti. Caminé a la pizarra como si lo hiciese hasta el patíbulo. La hermana Angela era muy puñetera, capaz de haberme visto despistada y ahora una vez que no supiese responder correctamente, decir delante de todos “si no estuviese usted tan pasmada comiéndose con los ojos a su compañero de clase…” entonces seguro que me moriría.

Había escrito una operación matemática y ni la había visto hacerlo. Tiza en mano me volví hacia la pizarra y me quedé en blanco, entonces recordé los tatuajes de mi compañero, los datos que había estado anotando vinieron a mí de inmediato. Volví a mi asiento aliviada de haber salido indemne de la situación, había funcionado la asociación. En adelante tendría que estudiar con el tal Wayne delante de mí.

- Casi la cagas – me dijo, yo no le respondí ni le miré. La clase se pasó con rapidez extrema, el timbre ya estaba sonando y cómo si hubiese un resorte en la silla, el nuevo saltó de ella y desapareció entre la multitud.

- Jo tía, qué suerte. ¿Huele bien? – preguntó Patrick a mi lado, era increíble cómo podía ser tan rápido para llegar desde su clase hasta la mía.

- Olor – dije, un olor como a… bosque. ¿O me lo estaba imaginado? No, no olía mal, de hecho, olía estupendamente.

Cambiamos de tema mientras íbamos hacia la salida, nos sentamos en los escalones y abrimos nuestros almuerzos. Mamá siempre me dejaba algunos dólares para almorzar en el comedor escolar, pero prefería las ensaladas de huevo o de pasta que me preparaba yo misma. Sé que por ahí me llamaban la “tuppergirl” pero me importaba un carajo.

- ¿Qué traes hoy?

- Bocata de jamón dulce con tomate en rodajas – respondió Patrick desenvolviendo su paquete de papel de aluminio. Como siempre, lo partió por la mitad y me dio un trozo, a la vez que yo le pasaba un tenedor.

- La mayonesa, la mayonesa – me gruñó con la boca llena.

- Lo siento, es que se me ha olvidado – le respondí también con el bocado en la boca.

- Jo, Mariam, lleva pepino… me encanta. ¿Por qué no me adoptáis en casa? Te prometo que soy el mejor haciendo las chapucillas.

- Ni hablar, ya me ocupo yo de esas cosas y no me va nada mal.

Mamá y yo siempre hemos vivido solas. Nunca he conocido a mi padre y a estas alturas de la vida tampoco me interesaba conocerlo. Ella, Lisbeth Clark, se quedó embarazada de mi muy joven. Y todo había ocurrido en el asiento trasero de un viejo coche. Pero se marchó de casa después de que los abuelos no quisieran saber nada de ella. Salir adelante con diecisiete años y embarazada de mi no fue sencillo. Empezó a trabajar en algunos sitios y una vez yo nací fue buscándose la vida hasta la actualidad. Ahora tenía dos trabajos, por la mañana en un supermercado y por las tardes en un bar. Algunas veces enganchaba hasta después de media noche. Así que yo era básicamente una “niña llave” como lo llaman los psicólogos. Porque nos hacemos cargo de las llaves y actuamos con autonomía asumiendo las funciones de adulto.

¿Y qué iba a hacer? ¿Morirme de hambre? Bastante temprano reconocí que me iría mejor si hacía mi propia comida y si mantenía limpio mi entorno. No daba ruido, no molestaba a nadie, no daba motivos para que alguien llamase a los servicios sociales. Lisbeth no era una madre convencional, pero era la única que tenía, y la que traía el dinero a casa de forma honrada.

- Estás muy callada.

- Estaba pensando – respondí mientras recogía para volver a clase. – Voy al baño, guárdame sitio en Biología.

Patrick siguió su camino tan acostumbrado a mis cambios bruscos de parecer y de dirección. Había veces que cuando íbamos por ahí mirando escaparates, me pareaba sin previo aviso, y él seguía caminando y hablando solo hasta que se percataba de que yo me había quedado atrás. Entonces retrocedía y me reñía. Se estaban vaciando los pasillos y aligeré el paso cuando al oír el timbre. Entonces al doblar una esquina me choqué de lleno con algo oscuro que me derribó a l suelo de culo. Aturdida me llevé la mano a la ceja derecha que me dolía mucho. Miré mi mano y encontré sangre. Me asusté, estaba sangrando. Sin duda tenía que haberme hecho un corte. Se me habían saltado las lágrimas del dolor tan intenso que sentía, entonces miré el muro contra el que había chocado.

Un muro que sangraba profusamente por la nariz, donde mi ceja se había estrellado. La sangre que yo tenía en la cara era suya.

- Hostia. ¿Por qué no miras por dónde vas, niña?

Era él nuevo. Estaba recostado contra la pared pinzándose el caballete de la nariz, tratando de detener la hemorragia. No me sentía querida en ese momento. Intenté levantarme pero me mareé y permanecí sentada en el suelo unos instantes más.

- Vale, lo siento, pero se ve que tú tampoco ibas muy atento.

En contra de todo pronóstico, me tendió la mano y me ayudó a ponerme en pié. Rebusqué en mi mochila y le pasé un pañuelo desechable para que se limpiase.

- Me parece que será mejor que vayamos a la enfermería, allí nos darán un justificante para la clase de Biología – le propuse.

Fuimos en silencio hacia el pasillo de administración donde estaba la enfermería. Era agradable caminar por allí sin el bullicio acostumbrado. La señora Houston, la enfermera del centro, me obligó a tumbarme en la camilla con un poco de hielo sobre la ceja, con Wayne hizo lo propio sentado en una silla.

- Apuesto a que es la primera vez que visitas la enfermería – dijo éste una vez que la enfermera salió de la habitación.

- Procuro andarme con ojo… excepto hoy, claro está.

Si me tocaba la ceja me dolía un montón, pero lo ideal era no tocar, aun así no lo podía evitar. Sumado a ello, estaba el creciente nerviosismo que empezaba a sentir por encontrarme a solas con él.

- Oh Dios, Patrick tiene que estar de los nervios al ver que no he aparecido por allí – dije más como una reflexión particular. Estábamos tan acostumbrados a estar juntos que tal vez no sobreviviríamos por separado.

- Patrick es ese tío que va contigo. ¿No? ¿Es tu novio?

- No. Solo somos buenos amigos.

- ¿Y tú te llamas…?

- Mariam Clark.

- Mariam – repitió. Sabía lo que debía estar pensando, siempre el mismo chistecito de siempre de Robín y Mariam, así que decidí cortar por lo sano.

- De la gente que conozco, más de la mitad me ha preguntado alguna vez por Robín Hood. No irás a hacer tú el mismo chiste.

- Ah, pues no había caído – ¿era sincero? – Yo me llamo Rob… Robín.

Oh, creo que se me desencajó la boca de la sorpresa, él alargó la mano y tomó la mía estrechándola para saludarme.

- Robín y Mariam, parece que estuviésemos predestinados – dijo.

Me reí y solté una carcajada sonora. Qué casualidad encontrar a mi Robín particular. Hasta que entró la enfermera y nos soltamos las manos, no me di cuenta de que estábamos cogidos. Abrí los ojos y me sentí mejor. Rob me ayudó a levantarme, recogimos nuestros justificantes y fuimos a biología.

Íbamos caminando juntos, era bastante alto, tanto que mis ojos quedaban a la altura de su hombro. Me di cuenta de que en la oreja izquierda llevaba un pequeño pendiente plateado. Unas finas pulseras de cuero conjuntaban con sus extraños tatuajes. Bajo la oreja izquierda lucía un mini tatuaje de algo que me pareció una araña.

Me cedió el paso para entrar en el aula. Le dimos los justificantes al profesor y fuimos a sentarnos. La cara de Patrick era un poema, gesticulaba con los ojos y a mí me daba la risa, juro que lo habría abofeteado allí mismo. Las fuerzas vivas femeninas de la clase me miraron con desprecio.

- Desapareces durante media hora y reapareces con el bombón – susurró Patrick súper excitado, más que yo.

Cuando terminamos la clase, Rob se evaporó en cuestión de segundos. Y así ocurrió con las demás clases hasta el final de la jornada. Nuestras miradas se encontraron en algunas ocasiones, pero aparte de medias sonrisas, no hubo nada más. Al salir del edificio solo tuve tiempo de ver cómo se alejaba montado en una moto negra.

De vuelta a casa, tuve que relatarle a Patrick lo sucedido con todo lujo de detalles. No cabía en sí de la emoción conforme le contaba que chocamos de cara.

- Mariam… eso es el destino – auguró Patrick con intriga.

- Qué destino ni porras… Si el destino duele así, no quiero tener nada que ver en ello.

En casa, saqué los deberes lo primero y me puse a hacerlos en la mesa de la cocina. Vivíamos en un pequeño apartamento de dos habitaciones. El salón y la cocina se comunicaban con una encimera. En la cocina había una mesa cuadrada donde nos sentábamos a comer. El salón estaba a la izquierda del diminuto recibidor. Frente por frente a la puerta principal había un pasillo que llevaba a dos dormitorios y al baño.

Al terminar los deberes, saqué mi caja de herramientas y arreglé la puerta de la despensa que colgaba de una de sus bisagras. Mamá solía dejar dinero en estas circunstancias para que llamase al casero y arreglara las cosillas que se estropeaban. Pero yo hacía la mayor parte de las reparaciones y el dinero iba a mi bolsillo. Más que al bolsillo, iba a una lata de galletas sabiamente oculta en un secreto rincón de mi habitación. Fondos universitarios… si es que se me ocurría qué hacer y dónde ir. No tendría que rellenar solicitudes hasta más adelante, pero me aterraba la idea.

Aquella noche soñé con Rob Wayne. No sé exactamente de qué iba la historia, pero me daba igual con tal de que él se pasease a sus anchas por mi onírico subconciente.

Durante el resto de la semana, Rob Wayne y yo no coincidimos juntos más que en clase de matemáticas avanzadas. Y a pesar de trabajar codo con codo (nunca mejor dicho), no me volvió a dirigir la palabra, tal vez alguna media sonrisa cuando no se podía escabullir. Lucía un leve morado en la nariz, a mí casi no se me notaba.