Relatos cortos, criticas y algunas cosas más.

sábado, 12 de marzo de 2011

8 - (Robert) CUANDO MI PALABRA NO CUENTA

                 Rosita abrió la puerta, y por la mirada que me echó, supe que habría problemas.
- Tu papá quiere verte en su estudio – me rozó la mejilla con los dedos.
- Gracias Rosita – le agradecí el gesto, tomando su mano y besándosela.
                Jason Wayne estaba esperándome en su habitación favorita, rodeado de libros que no había leído, bebiendo algo que valía más de lo que Rosita ganaba en un año. Su traje a medida y su precioso anillo de Harvard, o de dónde fuese, ¿Quién prestaba atención a lo que decía?
- Vaya. Mi hijo y único heredero, el futuro propietario del imperio Wayne.
                Mi padre se quería demasiado, todos los meses contaba su dinero para ver cuánto había ganado. Dana y Jared no eran hijos de papá, sino que llegaron al matrimonio aportados por mi madre, que antes de casarse con mi padre, estuvo ya casada con un gran hombre que murió dejándola sola a cargo de dos gemelos. Gracias a Dios que Gerard Clayton, como se llamaba, la había dejado muy bien situada. Por lo que no hubiese sido necesario contraer nuevas nupcias.
- ¿Qué tal tu primer día? Intenté hablar con el director, Hanson o algo así, pero no pude localizarle. El muy lerdo se pensará que puede ignorarme - CLARO, PARA ÉL TODO EL QUE NO TIENE UNA ABULTADA CUENTA CORRIENTE ES UN LERDO.
- Ha ido bien, se ven buena gente, en general.
- Proletarios sin futuro.
- Sí, papá – atajé por si podía zanjar el tema.
- No me des la razón como a los dementes, Robert. Te dije que algún día terminarías en una de esas instituciones para adolescentes incontrolables como tú.
                Bajé la vista, no podía mirarlo a la cara, le aborrecía como nunca antes había aborrecido a nadie. Se plantó delante de mí y me miró, era bastante más alto que yo, y corpulento. No tuve que pensar mucho qué se le estaba pasando por la cabeza, enseguida me lo hizo saber.
- ¿Ya te has metido en una pelea?
- No papá, solo ha sido un accidente, tropecé – aún siendo la verdad, no sé cuantas veces había intentado salir airoso con una respuesta parecida.
- Lo que me fastidia más, no es que hayas vuelto a tener problemas, sino… – fue hasta la puerta y la cerró –… lo que me supera es que mientas.
                No vi que diera la vuelta al anillo para poner la insignia hacia el interior de la mano, por lo que deduje a la fuerza, que el tipo de castigo era otro, en la misma línea, eso seguro. En silencio, él siempre procedía como en un ritual, se abrió la chaqueta, se desabrochó el cinturón y tiró de él mientras se deslizaba por las presillas del pantalón. Me parece que conocía todas las correas de papá, creo que las elegía en función del daño que podían infligir, en lugar de hacerlo según el color o el estilo.
                El primer correazo me lo vi venir enseguida, y me dio de lleno en la espalda, cruzándomela de derecha a izquierda. Aunque quise permanecer erguido, orgulloso, tuve que apoyarme en la mesa, ligeramente encorvado, para soportar el latigazo. El segundo correazo me rodeó el costado y terminó en el pecho. Pero el tercero no me lo vi venir, me cruzó la espalda y terminó en el hombro izquierdo con el picotazo de la gruesa hebilla. No sé cuándo le había dado la vuelta para tomar el cinturón por el otro extremo.
- Lo hago por tu bien, Robert. No quisiera verte en una institución de esas hasta los dieciocho. Solo quiero que madures.
                Abrió la puerta y me autorizó a marcharme. No quise apresurarme para darle otro motivo, avancé con paso firme y luego corrí escalera arriba hasta mi habitación. Me apoyé en la puerta cerrada, sintiendo la fría madera en contacto con mi mejilla hirviendo. Cerré los ojos y todo me dio vueltas sin cesar. No quería pensar, me arrastré hasta el cuarto de baño para darme una ducha. El agua me ardía, así que tuve que dejar salir el agua helada para aliviarme. Lloraba, pero no como necesitaba hacerlo para desahogarme, y era bastante frustrante. Cuando salí de la ducha, con la ropa pegada al cuerpo, Rosita me esperaba con una gran toalla en las manos. Sin decir ni una sola palabra, me ayudó a quitarme la camisa, con mucho cuidado y la oí suspirar repetidas veces cuando vio las marcas de mi espalda. Las miré a través del espejo y me espanté, cada vez era peor. Me guió hasta la cama, donde me dejé caer aun envuelto en la toalla. Sé que no tardé en dormirme, mientras tanto, Rosita estuvo a mi lado.
Algún día tendría que armarme de valor y abandonar esa casa, sabía que mis hermanos me auxiliarían, de hecho, ya me habían brindado su apoyo en más de una ocasión. Pero me tendría que llevar a Rosita.

                El resto de la semana pasó tan rápido que cuando me di cuenta ya era viernes. Había evitado a la rarita porque no me sentía con ánimo de hablarle, ni de pincharle con mis pullas, ni de ignorarla. Solo alguna media sonrisa. Ese viernes me llegó la temida hora de educación física. Por suerte me pude poner pantalón corto (ya que mi padre había tenido el detalle de no marcármelas). La mayoría de los chicos ya habían formado dos equipos para jugar al baloncesto, de todos modos, tampoco es que se me diese bien. Se ve que el tal Patrick era un portento en tal deporte, que se atrevió a dejar a la rarita abandonada a su suerte. Estaba claro que se refugiaban el uno en el otro.
                De los que quedaban allí, la tigresa, el baboso séquito, algunos chicos… y la rarita. Me puse con Mariam. Después de algunos comentarios tópicos nos pusimos con las abdominales. Se tumbó en el suelo y le sujeté las piernas. Cada vez que se incorporaba estaba súper roja del esfuerzo. Las muñequitas no debían hacer semejante esfuerzo salvo en la intimidad de sus cuartos de baño.
- Eres… un tío muy… raro ¿lo sabías? – me hizo sonreír, porque habló entre subida y bajada.
- Lo sabía.
                Le ayudé a levantarse y me tiré al suelo, aún estaba muy lastimado y las superficies duras no me hacían ningún bien.
- No quiero decir que seamos íntimos, pero por lo menos “hola y adiós” – ¿Porqué tenía que darle tantas vueltas a las cosas? Además, me dolía a horrores cada vez que subía y bajaba, lo menos que me apetecía era la cháchara.
- Lo que tú quieras – le atajé con tal de que lo dejara estar y se callara.
- Ya – no estaba muy convencida, pero surtió efecto y cerró el pico. No dejaba de observarme mientras llevaba la cuenta de las abdominales que iba haciendo. Ya no podía exigirle que tampoco me mirase, pero me molestaba.
                Cuando terminamos la clase, todos en pelotón se fueron para la ducha. Yo… no estaba en condiciones de mostrarme en público. Las marcas estaban de un tono púrpura, al menos ya no estaban tan moradas. El proceso de tonalidad de un golpe no se podía alterar. Una vez estuve solo, me fui al vestuario. Me miré en el espejo con pesar, si me vieran así tendría problemas.
                Misión cumplida. Una vez vestido y peinado, me colgué la bolsa al hombro. Con suerte llegaría a tiempo a la siguiente clase. La rarita estaba allí. ¡MALDITA SEA! ¿Y QUÉ QUERRÁ AHORA? Era incansable.
- ¿Me estabas esperando? – bufé al límite de mi paciencia. Se levantó del banco donde me esperaba sentada y caminó a mi lado, siguiéndome como un perro perdido.
- Esto… me preguntaba…
                Vi que se estaba lanzando y no me lo podía permitir, tenía que terminar con aquello, así que eché mano de lo mejor que sabía hacer… daño. Herencia paternal.
- Escucha María… – lo de cambiarle el nombre era un golpe de efecto, – No sé por qué haces esto, pero no me interesa.
                Pero ella venga insistir, hasta apretó el paso para no quedarse atrás. Me detuve y la miré a los ojos, otro golpe de efecto.
- Si es por lo del otro día…, solo quise ser amable, nada más. Así que agradecería que me dejases en paz, porque ni me interesas tú, ni me interesa hacer amigos en este maldito lugar.
                Estaba tan pálida… pensé que le iba a dar un telele o algo así. Se quedó allí petrificada y yo seguí adelante, libre de ella pero cargando con un pesado lastre en la conciencia para mucho tiempo. No se lo merecía pero yo… debía estar maldito igual que mi padre.
                El resto de la jornada pasó sin que me la encontrase, su silla estuvo vacía en todas las clases, su amigo dijo que se había indispuesto y marchado a casa. Yo la había indispuesto, más valía ahora que cuando se hubiese hecho ilusiones de algún tipo.

                Obediente, volví a casa desde clase y me fui a mi habitación a hacer los deberes. Rosita me subió la cena y minutos más tarde me visitó el gran Jason Wayne.
- ¿Ves? Así me gusta, que aproveches el tiempo, llegarás lejos si te esfuerzas.
                Me revolvió el pelo en un intento de hacer un gesto cariñoso que me dio un escalofrío.
- A ver cuando te quitas todos esos pendientes… – se creería que iba a hacer conmigo lo que quisiera, me repateaba que ahora hiciera el papel de “papi súper guay”.
                Llegó junto a la puerta, estaba deseando que se fuese ya y me dejara solo. Se detuvo y me llamó.
- Robert.
                Me volví a mirarlo.
- Hablé con un cirujano y está dispuesto a quitarte todos esos… garabatos que tienes tatuados. Costará mucho dinero… pero por mi chico, no me importa. Ey – me señaló con el dedo índice y guiñó un ojo, un gesto de ¿complicidad? ¿Con quién? ¿Conmigo?... nunca había estado más lejos de mi padre en todos los sentidos.
                Me controlé para no pasar la mano por el escritorio y hacer un barrido general tirándolo todo al suelo. Pero no sería justo para mi Rosita. Si me portaba bien no era porque le temiera, sino porque necesitaba recuperarme de las heridas recientes. Nada más.

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