Relatos cortos, criticas y algunas cosas más.

sábado, 12 de marzo de 2011

9 - (Robert) HAY DIAS EN LOS QUE ES MEJOR NO SALIR DE LA CAMA

                El sábado, el gran J.W. tomaba un vuelo hasta Londres para no sé qué parida suya. Quedé con los colegas y nos fuimos a los billares. La semana había sido agotadora y ya era hora de relajarme un rato en buena compañía. Aunque esa mañana no me había despertado muy bien, apenas había desayunado, y el almuerzo fue un mero trámite para no hacer enfadar a Rosita.
                - ¿Vas a tomar algo?
                - No, otro día tal vez, creo que me ronda un virus o algo de ese tipo, lo que menos deseo es que termine mal la noche.
                - Vale tío, pero una birra no te hará daño.
                Paul me tendió un botellín, tenía la garganta reseca y me apetecía algo frió, también podría adormecer un poco los recuerdos. Cayó también el segundo y tercero. Mi tolerancia eran tres, a partir del tercero… no recordaba qué había.
                - Tío, vamos al sitio ese, Riverside. Van unas nenas que no veas.
                - Mm, yo creo que voy a pasar, me largo a mi casa – me sentía enfermo, no ya por el alcohol, sino también por el estómago, que lo tenía revuelto. Sin embargo me dejé llevar como en un sueño hasta que estaba dentro del club Riverside.
                La música, las luces, la gente… no había bebido lo bastante para estar así, pero no aguantaría en pié mucho más tiempo. Volví sobre mis pasos y me tambaleé con tan mala suerte de echarle media coca cola a uno de los gorilas de la puerta. Me sujetó por los brazos y me zarandeó como a un muñeco de trapo. Yo solo quería que parase.
                - Suéltame, cabrón – le dije entre una arcada y otra.
                - No te quiero ver más por aquí ¿entendido? – me volvió a sacudir y me empujó hacia atrás. El suelo desapareció bajo mis pies y apareció de repente bajo mi cabeza, de pronto todo fue negrura. Escuché mi nombre, una vez, dos… Abrí los ojos, pero no noté demasiada diferencia con tenerlos cerrados, todo estaba desdibujado.
                - Rob, despierta, ¿estás bien?
                En un torbellino empezaron a encajar las piezas, me daba vértigo. Cabeceé para que dejaran de darme cachetadas.
                - … Sí, deja de pegarme – sujeté la mano para que parase y la olí, recordaba ese aroma              – Mm, hueles bien – algo en ese olor me relajó, como si fuese familiar. Mariam.
                - Será mejor que te vea un médico, te has dado un buen golpe.
                Me fui a levantar y ella me puso la mano en el hombro con firmeza, impidiéndome el movimiento, y yo me sentía tan débil que no pude rechazarla. Entonces comprendí lo que me había propuesto.
                - No quiero ver a ningún médico, me encuentro bien – solo me faltaba que mi padre se enterase de todo esto.
                La rarita y su amigo me ayudaron a levantarme, cogiéndome cada uno por un brazo. De pronto reparé en el amigo que les acompañaba y me reí sin ganas, comprendí que al amigo friki le iban los rabos. El suelo se torció y adquirió un extraño ángulo, a la vez que todo se nublaba. Unos brazos fuertes me sujetaron, y un dulzón olor a canela me envolvió.
                - Estoy bien, de veras. Solo necesito tumbarme un rato – pero con urgencia.
                - Te llevamos a casa. ¿Dónde vives? – propuso el de la canela, bajo ningún concepto podía aparecer en casa en tan lamentable estado.
                - ¡No!... a casa no – musité sin ánimo ni fuerzas.
                No sé cómo lo hizo, pero la chica cargó conmigo casi todo el tiempo, hasta que llegamos a su casa. Apenas fui consciente del trayecto, pero sé que debió hacer un gran esfuerzo para su tamaño. Estaba sudando a mares y de pronto, el sudor se me secó en la piel y me hizo tiritar de frío. Lo sentí en el alma, pero no me salían las palabras para disculparme después de vomitar profusamente en el vestíbulo.
                - … Yo no…
                - No te preocupes, ven conmigo – me dijo guiándome hasta su habitación. Quería saber porqué hacia esto, pero estaba ido y mudo. Caminé apoyado en ella y me senté en una cama, me eché hacia atrás y el resto ya fue historia.
                Soñé muchas cosas, difusas, revueltas, imágenes sin sentido. Vi a Mariam en mis sueños, olí su aroma a lavanda, me punzaba la nuca pero no lo suficiente para hacerme despertar. Más tarde olí un aroma distinto… jazmín y luego, una agradable frescura en la frente.

                Me dolía la cabeza y sentía los ojos resecos, con dificultad los abrí y me vi en un lugar que no conocía.
                - Buenos días, Bello durmiente.
                - ¿Qué haces aquí? – el dolor de cabeza amenazaba con enterrar mis pensamientos entre agudas punzadas, no era capaz de hilar una idea coherente.
                - Vivo aquí.
                Claro, ya recordaba, me había traído a su casa, había vomitado en el salón. Esta debía ser su habitación. Miré alrededor y descubrí que no era el típico dormitorio rosa con posters de chicos famosos y esas cosas de las niñas de su edad… de mi edad. Una cama ancha, una butaca desvencijada, un armario empotrado, una cómoda y una librería. Ah, un escritorio con un ordenador portátil muy, muy anticuado.
                - ¿Qué hago en tu casa?
                - No quisiste que te llevara a la tuya, así que no tuve elección.
                Entonces lo recordé todo y me entró pánico.
                - Hostias, mi padre – de ésta me mataba, seguro. ¿Qué le iba a decir en esta ocasión? Me levanté, pero la habitación comenzó a dar vueltas vertiginosas. Me senté a la espera de que parase.
                - No sé qué estás pensando, pero ya me dejaste claro el otro día que no te interesaba. Solo es… no sé lo que es. Pero no fui capaz de dejarte tirado en la calle.
                La miré sin comprender, ya que no había prestado atención a lo que decía. Lo único que entreví fue la cara que puso, había llegado a alguna conclusión, se dio la vuelta y se fue. Me tomé un momento y al final logré levantarme muy poco a poco, hasta asegurarme de que mis piernas podían sostenerme. El espejo, frente a mí, me devolvió una imagen penosa. Tenía el pelo pegado a la cara y estaba pálido. Las marcas… ¿Cuándo había perdido la camiseta? ¿Qué diría? ¿A quién se lo contaría?
                Fui al salón apresuradamente y la vi trastear en la cocina, de espaldas a mí, no me había oído llegar. Ya casi a medio metro, de nuevo el aroma a lavanda, me embriagaba. Terminé detrás de ella, tan cerca que podría rozar su cuello con los labios si quisiera.
                - ¿Mi camiseta? – pregunté, pero ella no se sobresaltó, me había oído llegar. Seguro.
                - Ahí en la escalera de emergencia – y me indicó por donde, sin mirarme. Recogí la camiseta y me la puse enseguida.
                - … Los moretones… – quise darle alguna explicación convincente, pero ella me atajó.
                - No voy a hacer preguntas, si te refieres a eso.
                Tampoco sabía qué contestarle, me di la vuelta y puse distancia entre los dos. Tendrían que acabarse estas situaciones raras.

                Caminando hacia el Riverside no paraba de darle vueltas al asunto, y el problema no era que ella se fuese de la lengua, el problema era que no podía alejarme de Mariam. La detestaba unas veces, por meterse en mi mente y no dejarme ni dormir ni pensar. Era tan insignificante a mi lado, al lado de Rob Wayne… que lo único seguro es que sufriría junto a mí.
                Recogí la moto y fui a casa enseguida. Rosita me recibió en la puerta con cara de preocupación.
                - Criatura, ¿dónde has estado? – Me abrazó y me tocó la frente – Tienes fiebre.
                - Estoy bien. Voy a ducharme, prepárame algo suave para desayunar.
                El agua tibia me relajó y allí estuve bastante rato hasta que tomé una decisión. No podía dejarla escapar. Me tomé el desayuno tardío de Rosita, que me reconfortó el estómago, y salí en pos de mi destino.
                Llamé a la puerta pero nadie contestó. Me sudaban las manos y me las sequé en el pantalón. Llamé repetidas veces y nada. Solo me quedaba deambular por el barrio para ver si la encontraba. Sentí el corazón inquieto.
                Después de varias vueltas, la vi sentada al otro lado del parque. Estaba comiéndose un bocadillo y haciendo un crucigrama. Entonces me acobardé, no había planeado qué decirle, por si la improvisación se me daba mejor. En ese instante me miró pero no se inmutó. Tampoco yo era capaz de hacer algo, anclado en el sitio como estaba. Llegado el momento pensé que sabría actuar, pero este no era el caso.
                - Hostia, maldito cobarde – mejor era irme y pensarlo con más calma, me puse el casco y me fui a darme una vuelta por ahí para despejar las ideas.

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