Relatos cortos, criticas y algunas cosas más.

martes, 12 de abril de 2011

1. RILEY

                Llevaba varios días viéndole cobijado bajo el alero del tejado. No me cabía duda de que era un vagabundo, un sin hogar… como les quieran llamar. Para mí no dejaba de ser un desconocido con una cara que ya empezaba a serme conocida. No iba andrajoso y greñudo como otros. Su amigo si tenía toda la pinta con el gorro oscuro de lana hasta los ojos y un abrigo largo que había conocido días mejores. El más joven (que luego resultó ser el más alto) llevaba una cazadora vaquera forrada de borreguito, sobre una sudadera burdeos con capucha. En la cabeza llevaba una gorra de loneta y sobre ésta la capucha.
                Cuando pasé por la mañana, estaban acurrucados, deduje que habían pasado la noche en el mismo sitio, pues casi no habían variado la postura. Y no me extrañaba puesto que con el frío que hacía era normal que permanecieran permanentemente agazapados.
                Entonces el mayor, de unos veintipocos años, se levantó y se acercó a mí. Me deseó “buenos días” con gesto cortés y caminó a mi lado dándome conversación.
- ¿Cómo te llamas?
- Riley – respondí sin pensar, y con ello le di pie para que él creyera que esto era un dialogo.
- Yo soy Kyle – gesticuló poniendo una mano en su pecho – Él es Jared – prosiguió señalando al de la gorra. Me paré y miré al otro, me sonrió y su sonrisa iluminó su rostro. Miré azorada hacia otro lado y seguí mi camino.
                Lo último que necesitaba era meterme en problemas. Mi madre ya me había dejado claro que no iba a dejarme pasar otra. Sé que no debería levantarle la voz, sé que debería obedecer y callar, y portarme bien, pero a veces era superior a mis fuerzas. Me crispaba que ella creyera que su vida se había acabado solo porque su novio se había ido de casa. Ayer le dije que la odiaba por meterse en mi vida.
- ¿Tienes algunas monedas, Riley? – me preguntó Kyle, sonrió y mostró su blanca dentadura, no creía que llevara mucho tiempo en la calle.
- No llevo monedas – le dije y apresuré el paso para entrar en la cafetería.

                Mi jefe me estaba esperando. Ponía cara de contrariedad por mi supuesta tardanza. Miré el reloj y comprobé que aún faltaban diez minutos para mi turno.
- Venga, que me tengo que ir – dijo y se puso el abrigo. Le vi salir del local y por fin pude respirar a gusto. No era un mal jefe pero tenía aún peores pulgas que yo.
                Llevaba ocho meses en este puesto, ocupada de supervisar a los otros dos empleados, cobrar las consumiciones y hacer caja al cerrar el establecimiento. Me fastidiaba un montón puesto que había noches en que las cuentas no cuadraban a la primera, y otras en las que no cuadraban ni a la de tres. No sé en qué momento adquirí esta obligación, pero de veras que la odiaba a muerte.
                Era una tarde tranquila, con un par de clientes tomando café y un trozo de tarta. También preparábamos bocadillos calientes y crujientes. Pero la clientela de bocadillos solía llegar más tarde, cuando el local se llenaba y en una hora o dos volvíamos a la normalidad.
                Me encontraba sentada junto al ordenador de la caja registradora, ojeando los apuntes de historia que ya estaban maltrechos de pasearlos de un lado para otro. No eran más que un puñado de folios sujetos con una pinza negra, subrayados de distintos colores. Traté de memorizar algunas fechas importantes que se me resistían. Sonó “Brig me to live” de Evanescence desde el bolsillo trasero de mi pantalón vaquero. Era mamá.
- Eres una egoísta – me ladró desde el otro lado de la línea. Me sentí confundida porque no sabía a qué se estaba refiriendo.
- ¿De qué estás hablando, mamá?
- Le dijiste a Hugo que se fuese.
                Oh, ya sabía que aquello me iba a explotar en las manos ¿Cómo iba a imaginar que fuese capaz de irle lloriqueando a mamá?
- Sí, claro. Le dije que no pintaba nada allí. Se lo he dicho una media de dos veces al día como mínimo. Ya era hora de que lo cogiera. No te ha contado nada nuevo ¿o sí?
                Jejeje, realmente le había puesto la maleta en la entrada, a ver si así se decidía a marcharse, a ver si cogía la indirecta. Seguramente antes de marcharse le había cantado a mi madre mis miserias. Ella empezó a llorar y me dejó con la palabra en la boca. Mamá necesitaba acudir al psicólogo ya que no era normal ni sano estar tan colgada de ese tipo, que además no tenía ni una cualidad por la que echarle de menos.

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