Relatos cortos, criticas y algunas cosas más.

miércoles, 13 de abril de 2011

11. RILEY

- Riley – llamó mi madre desde su dormitorio en la parte de debajo de la casa, cerca de la puerta principal. Me asomé y la vi metida en la cama leyendo un libro. – Hija, siento lo de esta tarde, no era mi intención enfadarme contigo.
                La miré con resquemor, ¿si no era su intención porqué lo hacía? Ella podía pedir disculpas mil veces y yo podía perdonarla otras mil, pero el daño ya estaba hecho.
- Mamá, no importa. Supuse que no estabas de humor.
- Ven, siéntate un rato a mi lado.
- No puedo. He traído un amigo a casa, voy a hacer algo de cena.
- ¿Conozco a ese amigo? – preguntó con temor reflejado en sus ojos.
- No, no lo conoces, pero es un buen tipo. No te va a degollar mientras duermes – al menos eso es lo que esperaba.
                Retrocedí y salí del dormitorio. Sabía que se preocupaba por mí, pero también estaba segura de que no se iba a levantar a ver con quien estaba. Ya se le había pasado la época de “madre supe protectora”.

                Calenté la sopa y los filetes de pollo y preparé una bandeja que llevé al dormitorio de invitados. En ese momento, Jared salía del baño, un agradable vapor con olor a avena se escapaba por la puerta. Se había quitado la gorra y comprobé que llevaba el pelo muy corto y oscuro, con barba incipiente. Tenía los ojos increíblemente azules.
                Al pasar por mi lado y entrar en la habitación, absorbí el intenso aroma a avena que desprendía su cuerpo (en mí no olía tan ricamente el gel de baño de turno). Se había puesto un pantalón de chándal oscuro y una sudadera con capucha en color gris. Iba descalzo y su aspecto general había mejorado pero ahora tenía un intenso rubor en las mejillas.
- ¿Cómo te encuentras? – pregunté bastante preocupada por su salud, pero tratando de no parecer alarmada.
- Estoy bien.
                Puse mi mano en su frente y noté que estaba ardiendo, él se separó de mi lado y me miró como si estuviese loca.
- ¿Qué te pasa? No me toques… ¿Qué quieres de mí?
                Me sentí idiota delante de él. ¿Qué me estaba pasando? Esa era una buena pregunta. Yo no era así, no era una buena samaritana, si siempre me he preocupado por mi gente y a veces ni eso. Mi madre tenía razón cuando dijo que era egoísta. Ni acudía a la iglesia, ni daba limosna, ni cedía el asiento en el autobús… no era el tipo de persona que hace favores porque sí. ¿Entonces? ¿Por qué demonios me comportaba así? Ni yo misma me comprendía.
- Tienes razón. No sé qué me pasa. Pero tienes fiebre, te traeré un antipirético y luego desapareceré.
                Salí de la habitación y me dejé caer contra la pared del pasillo, me temblaban las rodillas. No sabía qué me estaba ocurriendo, porqué hacía este tipo de cosas con este chico. Ni tan siquiera me gustaba ¿o sí?
                El caso es que visto desde fuera me veía un tanto psicópata. Mejor dejar el tema porque lo último que quería era auto psicoanalizarme y llevarme una buena sorpresa. Fui al baño y busqué el medicamento para bajar la fiebre, salí corriendo pero antes de entrar en la habitación me detuve y caminé con paso más calmado.   Me asomé y vi que la comida estaba intacta. Me asomé un poco más y vi a Jared echado sobre la cama, acurrucado y encogido, parecía dormido.
- ¿Jared? – le llamé, me acerqué y toqué su frente, ardía. Su rostro seguía ruborizado y bastante caliente. Saqué un par de mantas del armario y le cubrí con ellas ya que él se había acostado sobre la ropa de cama y no podía arroparle con la sabana y el edredón. Serví un poco de agua en el vaso y disolví el contenido de un sobrecillo, lo sentí por él porque la mezcla resultaba algo repugnante, pero era eficaz. Me senté a su lado y le llamé de nuevo. Reaccionó.
- Venga, tómate esto – acerqué el vaso a sus labios y él permitió que le diera de beber.
- Está asqueroso – hizo un mohín de desagrado y luego se volvió a recostar. Dudé sobre si quedarme allí o ir a mi habitación, finalmente ganó la lógica, entonces me fui a dormir. No se me ocurría qué bicho me había picado para que hubiera recogido a un desconocido de la calle y lo hubiera metido en mi casa, poniendo en peligro a mi madre y a mí misma.
                Pensé que tal vez lo hacía por despecho, de cuando mi madre me había acusado de egoísmo. Pero me puse a rebobinar hasta un par de horas más atrás, cuando había ido buscándolo sin querer. Tal vez, de haber estado su amigo Kyle, no le habría dicho nada, o a lo mejor les habría invitado a los dos. Jared había dicho que Kyle estaba enfermo, quizás por ello había dejado que el otro durmiera en el albergue, pero Jared no estaba mucho mejor.

                Llevaba una hora metida en la cama, la luz apagada y mis ojos puestos en el techo. No podía dormir, tenía que ir a ver cómo estaba Jared. Me levanté sin hacer ruido y caminé descalza hasta la otra habitación. El suelo de mi casa era cálido, de madera, si acaso era lo único bueno que había en mi casa.
                Me asomé a la habitación y le observé, había cambiado de postura porque ahora estaba tumbado sobre la espalda, con una mano bajo su cabeza y otra sobre el estómago. La sudadera se le había subido por encima del ombligo y me quedé paralizada. Para parecer tan escuálido, lo cierto es que se le veía musculoso y fuerte. Llevaba un tatuaje que asomaba por la zona que iba de debajo del ombligo hacia más abajo, y yo tenía demasiada curiosidad. Pero me aproximé con precaución y tiré de las mantas hasta cubrirlo un poco más. Toqué su cara y estaba más fresco, me atreví a pensar que le estaba bajando la fiebre.
                Ahora que le observaba con más detenimiento, descubrí que me gustaba más que un poco. No era mi tipo de chico, porque los prefería con el pelo más largo y afeitados, pero éste tenía algo que no me dejaba indiferente. Además, era más alto que yo. Mi madre siempre decía que parecía Blancanieves rodeada de enanitos. Los chicos de la pandilla eran todos algo más bajos que yo, solo Adrian me igualaba.
                Jared llevaba el cabello tan corto que casi se le veía el cuero cabelludo. Tenía algunas cicatrices en el rostro de las que dejan la varicela: una en la frente, muy cercana al nacimiento del pelo; otra en la mejilla, a la altura del pómulo; una tercera junto al puente de la nariz y la última, que yo viese, en el mentón derecho.
                Todo esto me llevaba a pensar que había sido un niño impulsivo, que se arrancó las costras de las heridas antes de que cicatrizasen correctamente. A la vista estaba mi rostro limpio de marcas, yo también había pasado por semejante enfermedad fastidiosa.
                Miré sus cosas, la mochila y la ropa mojada estaban junto a la cama. Me alejé de la mochila porque no quería que pensara que había estado husmeando en sus pertenencias. Pero me daba no-sé-qué dejar allí la ropa mojada, así que la recogí y me la llevé a la cocina. Puse sus botas cerca del radiador para que se secaran y lo mismo hice con la ropa. No olía mal, solo es que estaba bastante húmeda. Los calzoncillos, tipo bóxer y los calcetines, los llevé al lavadero y los lavé con jabón, finalmente los colgué también para que se secasen lo más pronto posible.
                Y eso ocurriría pronto porque este era el mejor lugar de la casa y el más caldeado. Por la situación que tenía, era la zona por excelencia, muchas veces me venía aquí a dormir, en el enorme sofá cerca de la cocina. De hecho, aquí hacia los deberes.

                Al cabo del rato, le di la vuelta a la ropa para secarla bien y del bolsillo del pantalón cayó al suelo la cartera de Jared. La miré con aprensión y luego me decidí a cogerla y soltarla rápidamente sobre la mesa. Me distancié y la observé, como si esperase que le salieran patas y me atacara o saliera huyendo. Finalmente la tomé y le di vueltas antes de abrirla. Su documentación: Hice cuentas y en realidad el chico tenía los veintiún años recién cumplidos. Jared Campbell, bonito apellido. Todo el mundo tenía un apellido más genial que el mío: Riley Dantas. Dicen que Dantas proviene de Portugal… bien, no sé cuantas generaciones atrás, un portugués llegó a estas tierras y buscó una mujer para procrear. Desde entonces, que yo supiera, andábamos por estas tierras los últimos cien años.
- ¿Qué haces con mi cartera? – di un brinco y la cartera cayó al suelo después de hacer malabarismos en mis manos. El corazón me martilleaba contra el pecho y me retumbaban los oídos.
- Se… se cayó del bolsillo de tu pantalón – le dije poniéndome en pie y señalando la ropa que estaba colgada en unas sillas delante del radiador - ¿Tienes apetito? – pregunté para eludir el tema.
                Jared recogió la cartera del suelo y se la guardó en el bolsillo del pantalón de deporte. Se estremeció con un escalofrío y se dejó caer en el mullido sofá junto a la mesa.
- Qué bien se está aquí – comentó envolviéndose en la manta que había sobre el respaldar - ¿Qué tienes para comer?
- Te puedo preparar lo que quieras.
- Me he comido lo que subiste para cenar, pero estaba frío. Necesito algo caliente.
- Vale, ahora te preparo algo. ¿Te apetece lasaña? La hizo mi madre ayer pero la puedo calentar en el horno.
- Me parece bien – respondió arrellanándose mejor dentro de la suave manta de punto.
                Puse delante de él un mantelito individual, sobre el mismo un tenedor y un vaso de cristal.
- ¿Coca cola o zumo?
- Leche caliente, por favor.
                Me giré hacia el frigorífico. No me podía creer que estuviéramos los dos en la cocina, como si fuésemos pareja. Aunque solo éramos dos desconocidos.
- ¿Por qué estás viviendo en la calle? – atreví a preguntar mientras ponía delante de él un plato con lasaña y le servía la leche caliente. Sé que no tenía derecho a hacer este tipo de preguntas, pero ya lo había soltado tal y como había pasado por mi mente. La respuesta no se hizo esperar y fue la que imaginaba.
- ¿Qué te importa? – rebatió incorporándose para comer.
- Tienes razón, no me importa – respondí, tendría que haberme ido de allí, pero esa era mi casa y no tenía porqué huir de mi propia cocina. Sequé las manos en una bayeta que puse a secar sobre el grifo. – Cuando termines deja el plato en el fregadero. Buenas noches.
                Subí a mi habitación (evidentemente había huido), me di cuenta de que llevaba mi horroroso pijama azul oscuro, por lo que la salida digna había quedado un tanto deslucida. Me metí en la cama y me cubrí con el edredón hasta las orejas. A veces, hacía demasiado frio por las noches y la oreja que me quedaba al aire, se me helaba. Lo único bueno del piso de arriba era el suelo de madera cálido, el resto era un páramo helado, lo que me llevó a idear la manera de dormir a ras del suelo.

                Comencé a darle vueltas a la cabeza. ¿Y si era un despiadado asesino? ¿Y si en estos momentos estaba estrangulando a mi madre? ¿Descuartizándola?... imposible, en casa no teníamos cuchillos tan bien afilados. Aún así, después de bregar entre las sabanas durante algo más de una hora, de nuevo me levanté y bajé a hurtadillas hasta la cocina. No había rastro de sangre y oía el suave ronquido de mi madre… estaba viva. Jared estaba tumbado en el sofá, sus largas piernas colgando por el brazo del sillón. Este muchacho estaba exhausto ¿desde cuándo no dormía a pierna suelta? (en este caso nunca mejor dicho). Imaginé que la vida en la calle no debía ser nada fácil y tal vez había que dormir con un ojo abierto, avizor, por si tenía que levantar el puesto en cualquier momento. Robos y agresiones debían estar a la orden del día, y si bien él era un tipo enorme, lo cierto es que encogido en el suelo dentro de un saco de dormir, debía ser tan vulnerable como cualquier otro en la misma situación.
                Quería saberlo todo sobre él, su pasado y su presente, y qué esperaba del futuro. El hecho de que viviera en la calle no quería decir que no tuviera expectativas, sueños.
                El sofá era el lugar más cómodo para dormir y la cocina, la habitación más cálida. Me asomé al patio trasero y comprobé que afuera llovía a mares y hacía un frio polar, de ese que te calaba la carne y se instalaba en los huesos.
                Me senté en una butaca junto a la parte donde Jared había dejado caer la cabeza. En casa teníamos un salón pero no lo usábamos en invierno, por lo que mi madre y yo pasábamos el tiempo entre nuestros dormitorios y la cocina.
                Le toqué ligeramente la cabeza, el tacto de su cabello corto entre mis dedos era tan suave que me dieron ganas de seguir sobándole la cabeza. Pero me pareció excesivo, no debería hacer algo así, me detuve y retiré la mano.
- No pares – habló Jared, aún con los ojos cerrados y yo volví a colocar la mano en su cabeza y comencé a recorrer su cuero cabelludo enterrando las uñas en su corto cabello. Era una sensación increíble, hundí las uñas, la punta de los dedos y los deslicé en sentido contrario al nacimiento del pelo. Al instante le oí resoplar… se había quedado frito.

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